“Si usted tiene muchas ganas de aplaudir, si usted tiene muchas ganas de aplaudir, si usted tiene la razón y no hay oposición, no se quede con las ganas de aplaudir”. La maestra cantaba y los chicos con ella, después remataban con tres aplausos. Estaban en el aula de una escuela de Tucumán, en Alto de Afama. Antonia había tardado tres horas en llegar, le daba miedo cruzar el río, pero más miedo le daba volver a la casa porque había que cruzar otra vez y a la tarde siempre estaba más crecido por el deshielo.
“Si usted tiene muchas ganas de saltar, si usted tiene muchas ganas de saltar, si usted tiene la razón y no hay oposición, no se quede con las ganas de saltar”, y pegaban un salto casi imperceptible, era más bien como un amague, una insinuación de salto. Ahora estaban entrando en calor, cada uno parado al costado de su silla y la maestra en el frente del aula.
En el comedor de la escuela una mujer servía el desayuno, se llamaba Delicia Delia de Chocobar, y sin embargo a nadie le llamaba la atención la coincidencia.
“Si usted tiene muchas ganas de reír, su usted tiene muchas ganas de reír, si usted tiene la razón y no hay oposición, no se quede con las ganas de reír” y todos: “ja, ja, ja”.
En las paredes del aula colgaban algunos mapas y unos afiches de Sara Kay que contrastaban con los rasgos calchaquíes de Antonia y sus compañeros. Siete años tenía y no se sentía bien ese día, no quería ni probar el almuerzo que Delicia había preparado. Todos estaban sentados comiendo en torno a las mesas. Sólo se oía el sonido de las cucharas recogiendo el guiso del plato de metal. “Señorita, Antonia no se siente bien”.
- Qué pasa Antonia, ¿no vas a comer nada? –preguntó la maestra
- No tengo hambre –contestó Antonia.
“Si usted tiene muchas ganas de chistar, si usted tiene muchas ganas de
chistar, si usted tiene la razón y no hay oposición, no se quede con las ganas de chistar”
- Cómo que no tenés hambre, no puede ser. Tenés que comer algo.
- No puedo señorita, no tengo hambre –volvió a decir Antonia.
- Yo te voy a dar de comer y vas a ver como tenés hambre –dijo la
maestra tomando la cuchara del plato de Antonia y poniéndosela en la boca
- abrí la boca Antonia, tenés que querer, es la hora de comer.
Antonia, pálida, abrió la boca, recibió la cucharada que le daba la maestra y tragó mientras una lágrima caía por su cara.
- Qué son esas lágrimas. Nada de lágrimas. –dijo la maestra mientras le
ponía otra cucharada en la boca, y Antonia tragó. Tragó el guiso y también las lágrimas.
“Si usted tiene muchas ganas de gritar, si usted tiene muchas ganas de gritar, si usted tiene la razón y no hay oposición, no se quede con las ganas de gritar”, pero no era un grito, era una “aaa” tan tímida que casi ni se escuchaba.
- No –decía la maestra- tienen que gritar. La canción dice “si usted tiene muchas ganas de gritar” y entonces ahí gritan.
Los chicos intentaban otra vez. Ahora se escuchó mejor, y aunque no llegó a ser un grito, la maestra se mostró más conforme, no lograría más que eso. Después de todo, la única que gritaba ahí era ella.
- Muy bien, viste que yo tenía razón. Al final tenías hambre. –dijo, y le
puso otra cucharada mientras Antonia tenía una arcada- qué es eso. No valla a vomitar.
No vomitó, otra vez trago, y otra vez. Ya crecería y quién sabe, tal vez, fuera maestra de esa misma escuela, al fin y al cabo su señorita también había sido alumna ahí. Tragó muchas veces, tragó todo lo que le daba la maestra. Antonia estaba aprendiendo.
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