La carta documento estaba en mis manos esa fatídica mañana. Me había olvidado de pagar el Impuesto a los ingresos brutos. Treinta pesos no es una suma significativa. Fui a Rentas dispuesto a saldar mi deuda. La fila avanzaba tan lentamente que yo parecía estar siempre en el mismo lugar pero finalmente logré sentarme frente a uno de los empleados que me miraba como si yo fuera una cucaracha insignificante, que no es lo mismo que una cucaracha cualquiera.
¿Si?- dijo. Luego de explicar lo sucedido saqué el dinero esperando a cambio el recibo correspondiente. Él me explicó que yo debía bajar de Internet un “programa operativo” que me permitiría bajar otro programa, que a su vez me dejaría ingresar a una página Web y luego completar allí los formularios correspondientes. Continuó con una serie de pasos imposibles reproducir y que sólo lograron desorientarme. De inmediato me dio una copia en la que se explicaba el procedimiento, pero era ilegible y le hice notar que sin duda la fotocopiadora se había quedado sin tinta.
Él respondió, sin mirarme, “sólo estamos para orientar al público”. Le dije que su orientación no había logrado orientarme. Pero gritó por sobre mi hombro: “¡El que sigue!”. Seguí inmutable sentado frente a él aunque, como no me miraba, llegué a pensar que yo no estaba. Me tranquilicé al ver mi reflejo sobre la ventana ubicada detrás del encargado de no atenderme. Alentado por la confirmación de mi presencia, le manifesté mi intención de no moverme hasta no tener resuelto mi problema pero me interrumpió gritando otra vez sobre mi hombro “¡El que sigue!”.
Advirtiendo que iba para largo saqué un libro de mi mochila y me puse a leer. Él me pidió que me levantara y me fuera a leer a otro lado, para poder no atender al resto de las personas. Yo, que estaba abstraído en la “La estructura ausente” de Umberto Eco, finalmente lo miré, molesto por no poder leer en paz y le dije:
- Umberto estaría muy complacido de saber que colaboran conmigo.
- ¿Umberto?, ¿Qué Umberto?- preguntó con temor.
- Umberto… Umberto Eco. ¿No lo conoce?- contesté.
- No, no lo conozco ¿Debería conocerlo?- preguntó mirándome como si lo estuviera amenazando
con un cuchillo.
- Obviamente- contesté- todos aquí deberían conocerlo.
Se levantó súbitamente, salió disparado hacia el escritorio de al lado y le preguntó a su compañero
por Umberto Eco. “Debe ser el nuevo director”, alcancé a escuchar. Los dos salieron del cubículo hacia la oficina de al lado, golpearon la puerta y un hombre prolijamente peinado y con traje salió a su encuentro
- Disculpe que lo molestemos, jefe- dijo uno de ellos- Parece que el nuevo director se llama Umberto Eco, nos preguntábamos con mi compañero si fue presentado al personal y nosotros no nos enteramos, esta situación nos tiene preocupados.
El horror no tardó en aparecer en la mirada del jefe. Los tres partieron en busca de más información y no pasaron ni diez minutos para que todos los empleados estuvieran subiendo y bajando por las escaleras preguntando por Umberto Eco. Parece que nadie conocía al escritor, al que no se porqué habían apodado “el nuevo director”. Nunca hubiera imaginado que la literatura pudiera causar tal alboroto. Iban a “Orientación”, desde donde los enviaban a la ventanilla de tercer piso, para lo cual debían, previamente, sacar un número en la ventanilla ubicada el piso dos. De allí eran remitidos a otras ventanillas, tropezándose y sellándose unos a otros, formularios, preguntándose y contestándose sin éxito todo tipo de preguntas.
Dejé treinta pesos, una nota sobre el escritorio y el libro. Tal vez alguna de estas almas en pena repare en ellos y dé por saldada mi deuda.
¿Si?- dijo. Luego de explicar lo sucedido saqué el dinero esperando a cambio el recibo correspondiente. Él me explicó que yo debía bajar de Internet un “programa operativo” que me permitiría bajar otro programa, que a su vez me dejaría ingresar a una página Web y luego completar allí los formularios correspondientes. Continuó con una serie de pasos imposibles reproducir y que sólo lograron desorientarme. De inmediato me dio una copia en la que se explicaba el procedimiento, pero era ilegible y le hice notar que sin duda la fotocopiadora se había quedado sin tinta.
Él respondió, sin mirarme, “sólo estamos para orientar al público”. Le dije que su orientación no había logrado orientarme. Pero gritó por sobre mi hombro: “¡El que sigue!”. Seguí inmutable sentado frente a él aunque, como no me miraba, llegué a pensar que yo no estaba. Me tranquilicé al ver mi reflejo sobre la ventana ubicada detrás del encargado de no atenderme. Alentado por la confirmación de mi presencia, le manifesté mi intención de no moverme hasta no tener resuelto mi problema pero me interrumpió gritando otra vez sobre mi hombro “¡El que sigue!”.
Advirtiendo que iba para largo saqué un libro de mi mochila y me puse a leer. Él me pidió que me levantara y me fuera a leer a otro lado, para poder no atender al resto de las personas. Yo, que estaba abstraído en la “La estructura ausente” de Umberto Eco, finalmente lo miré, molesto por no poder leer en paz y le dije:
- Umberto estaría muy complacido de saber que colaboran conmigo.
- ¿Umberto?, ¿Qué Umberto?- preguntó con temor.
- Umberto… Umberto Eco. ¿No lo conoce?- contesté.
- No, no lo conozco ¿Debería conocerlo?- preguntó mirándome como si lo estuviera amenazando
con un cuchillo.
- Obviamente- contesté- todos aquí deberían conocerlo.
Se levantó súbitamente, salió disparado hacia el escritorio de al lado y le preguntó a su compañero
por Umberto Eco. “Debe ser el nuevo director”, alcancé a escuchar. Los dos salieron del cubículo hacia la oficina de al lado, golpearon la puerta y un hombre prolijamente peinado y con traje salió a su encuentro
- Disculpe que lo molestemos, jefe- dijo uno de ellos- Parece que el nuevo director se llama Umberto Eco, nos preguntábamos con mi compañero si fue presentado al personal y nosotros no nos enteramos, esta situación nos tiene preocupados.
El horror no tardó en aparecer en la mirada del jefe. Los tres partieron en busca de más información y no pasaron ni diez minutos para que todos los empleados estuvieran subiendo y bajando por las escaleras preguntando por Umberto Eco. Parece que nadie conocía al escritor, al que no se porqué habían apodado “el nuevo director”. Nunca hubiera imaginado que la literatura pudiera causar tal alboroto. Iban a “Orientación”, desde donde los enviaban a la ventanilla de tercer piso, para lo cual debían, previamente, sacar un número en la ventanilla ubicada el piso dos. De allí eran remitidos a otras ventanillas, tropezándose y sellándose unos a otros, formularios, preguntándose y contestándose sin éxito todo tipo de preguntas.
Dejé treinta pesos, una nota sobre el escritorio y el libro. Tal vez alguna de estas almas en pena repare en ellos y dé por saldada mi deuda.
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