- ¿Cómo están las nenas? –me preguntó, se refería a sus bisnietas- Las chicas están bien –le dije.
- Están bien –repitió él.
Creo que me lo dijo a mí, pero no estoy seguro, me parece que se lo dijo a él mismo, o a nadie. Después no dijo más nada, pero nada de verdad, porque a las tres y media de la mañana estaba sonando el teléfono. Me avisaban que había muerto
- En un par de horas se lo llevan del geriátrico, si querés verlo tenés que apurarte.
Yo no sabía qué hacer y me quedé callado, como un tonto, con el tubo pegado a la oreja
- Lo mejor va a ser que vengas, para despedirte –me dijeron. Te imaginás que me vestí con lo que tenía a mano, salí a la calle y tomé un taxi a Villa del Parque.
Hacía como cuatro años que había tenido ese accidente cardiovascular o cerebro vascular, o algo así, que lo dejó hemipléjico. Él estaba en Moscú. No sé cómo hizo, vos dirás que no puede ser, pero te juro que el tipo disimuló y recién empezó a deteriorarse cuando bajó del avión en Buenos Aires.
Tenía la cara toda torcida y después de unos meses ya no podía casi manejar una de sus manos, creo que era la izquierda, tenía los dedos contraídos y el brazo también, se babeaba. Pero lo que más le molestaba era que no podía caminar, que no podía ir a las marchas.
- Van a creer que no voy por disidencias, o porque soy flojo –decía- después van a comentar, siempre hay alguno que está esperando la oportunidad.
Yo iba todos los días después de trabajar, le masajeaba el brazo y le estiraba los dedos para que no se le atrofiaran los músculos, después lo llevaba a dar una vuelta manzana: Terrada, Juan Agustín García, Nazca, la cortada y volvíamos otra vez por Terrada. Cada paso era la gloria, tardábamos años en dar esa vuelta. Prácticamente lo llevaba colgado de mi brazo. Yo estaba convencido de que con esos cuidados se iba a recuperar, pero no. Qué enfermedad de porquería, viejo, estaba cada vez peor. Ya no podía caminar esa vuelta manzana ni con mi ayuda, el brazo estaba cada vez más duro y cuando le quería ayudar a elongar los dedos le dolía tanto que teníamos que dejar los ejercicios.
Él me esperaba, aunque ahora sé que todo era inútil pero en ese momento no lo sabía. El resto de la familia decía que ya no había vuelta atrás pero yo creía que todos se equivocaban, hasta el médico. El abuelo también tenía confianza, pero ahora que lo pienso mejor (viste como son estas cosas a la distancia, que uno va entendiendo lo que en su momento no veía) me parece que me hacía creer que tenía esperanza sólo para no desilusionarme, para que no me pusiera triste.
– Cuidámelo al Pucho –le decía, cuando nos despedíamos, a mi mujer señalándome- que no le pase nada -Y yo le contestaba:
– Que la boca se te haga a un lado –pero nada más podía reírse con los ojos, o eso me parecía mí.
Yo me iba y a la noche soñaba que me tocaba la puerta, como los domingos a la mañana bien temprano. Pero cuando te digo bien temprano, es bien temprano ¿entendés? tipo siete y media de la mañana; justo el único día de la semana que podíamos dormir un poco más ¿quién podía ser a esa hora un domingo? El abuelo o los evangelistas. Pero en el sueño era el abuelo, con recortes de diarios en la mano, los recortes que se afanaba de los diarios del bar. Todos subrayados y con comentarios al margen. En los bares ya lo conocían, ya sabían que el viejo les recortaba los diarios y los subrayaba, pero no le decían nada. Después, si ibas al bar y el diario estaba todo marcado, ya sabías que él había pasado por ahí.
Bueno, el sueño era más o menos una remake de lo que pasaba antes de la hemiplejia.
Yo abría la puerta y el me decía:
- Salí a dar una vuelta y ya que estaba pasé a saludarte, así tomamos un café y charlamos un rato -
- Pero si vos vivís como a cincuenta cuadras –
- Bueno, nene, a mi me gusta caminar, vos ya me conocés –y entraba, se acomodaba en el sofá del living y me leía los recortes que me había traído.
- ¿Querés otro café? ¡Mozo, tráigame dos cafés, por favor!
Me acuerdo cuando veníamos con él acá, Jonte y Nazca, pero antes, había un kiosco de diarios y revistas con un larguirucho pintado, justo en la entrada del bar y nos sentábamos aquí mismo y él ahí, donde estás vos; me compraba la Patoruzú y se pedía un cortado y para mí un licuado.
Nos poníamos a leer y él sacaba tres lapiceras; roja, negra y azul. Escribía para tal o para cual. Después llenaba la pipa y se ponía a echar humo. Una cuadra antes de llegar a casa (porque yo en esa época vivía con él), la vaciaba en la vereda, golpeando la pipa contra las paredes, después la guardaba en el bolsillo interno de la campera. Siempre llevaba una campera ¿te acordás?, no importaba si hacía calor o frío, no sé, era atérmico, y la camisa abotonada hasta arriba, la mayoría de las veces con una corbata. Yo le desabrochaba el último botón porque me daba calor de verlo pero en cuanto me daba vuelta él se lo volvía a abrochar. Parecía un colectivero, camisa celeste, corbata azul y los zapatos súper-lustrados. Una vez subimos al 124 y el chofer no le quiso cobrar, se creyó que era un colega, viajamos gratis.
Bueno, te contaba de la pipa, la escondía en el bolsillo de adentro de la campera para que la abuela no lo regañara, claro que ella se daba cuenta por el olor y lo retaba, pero él igual no le daba pelota, se hacía el sordo, se iba a una piecita que tenía en la terraza y se ponía a leer o a escuchar la radio.
Cuando se enfermó, yo empecé a pensar en la muerte. Yo pensaba: “Se muere él, después le toca a mi viejo y después ya me toca a mí”, a veces no sé si me resistía a su final para retrasar el mío. No me imaginaba cómo serían todo sin él, así que empecé a prepararme para soportar su ausencia. Invertía horas en pensar distintas situaciones sin que él estuviera, le compuse una canción, escribí algunos poemas espantosos. También me compré un grabador de periodista y nos juntábamos con un horario fijo, para grabar sus anécdotas. Yo le preguntaba como un nene y el me contaba, tenía una memoria increíble para los nombres y las fechas. Lo primero que grabamos fue cómo a los 16 se fue a estudiar a Rusia. Era un secreto así que no le dijo ni a la vieja. Cómo no podía ir directamente allá, fue primero a París donde tenía que encontrarse con un tipo que ni conocía en una estación de trenes. El tipo después lo hizo pasar a Rusia, pero antes llamó a Buenos Aires para decir que estaba bien y que le avisaran a su vieja.
También contó de la primera vez que lo pusieron en cana. Durante el gobierno de Irigoyen, en una celda con un muerto toda la noche, quince años tenía. O cuando cruzó los Andes con Neruda y lo ayudó a escaparse de Chile, no te rías, viejo, que es verdad, en casa tengo un poema que le hizo a mi abuelo: “El ángel del Comité Central”, le puso. Después, en alguna mudanza se me perdieron todos lo casetes.
Esa noche el taxista me dejó en la puerta del geriátrico. Yo entré, una enfermera me estaba esperando. En ese momento tuve el temor y simultáneamente la esperanza de que se lo hubieran llevado. La enfermera me acompañó hasta una habitación, adentro estaba el cuerpo, en una cama y tapado como si estuviera durmiendo.
– No haga mucho ruido que todos duermen, en diez minutos se lo llevan –la miré sin saber qué decir- pasó mientras dormía –agregó.
Le pregunté si alguno de los compañeros del geriátrico querría despedirse de él pero ella me contestó que no iban a decir que había muerto, simplemente que se pasó a otro geriátrico- Se ponen muy mal cuando se muere alguien, como están tan cerca.
Eso me dio escalofríos, ¿te imaginás?, un geriátrico donde nadie ve morir a nadie, simplemente la gente desaparece sin decir ni chau. Es de locos, se piensan que los viejos son tontos. Después de la dictadura desaparecer es peor que la muerte. Pensé en decirle: “por suerte a mí me avisaron”, pero me lo guardé.
Me quedé un rato sentado junto al cuerpo, al lado de la cama. No parecía nada muerto. Flaco como siempre, huesudo, con la piel de las manos con esas manchas que se le hacen a los viejos. Me acordaba de la charla del día anterior “Cómo están las nenas” y yo “Las chicas están bien”, y él “Están bien” y listo. Yo no sé, qué querés que te diga, si vos me lo contás yo voy a pensar que no puede ser, pero ahora me parece que en ese momento el viejo quería saber si las chicas estaban bien para poder morirse tranquilo, porque después de la caída de la U.R.S.S. no quería saber más nada de nada.
Mirá: yo soñaba que él caminaba hasta casa los domingos para venir a visitarme y cuando lo veía al día siguiente él me contaba que durante la noche anterior, mientras todos dormían, se había levantado de la cama y había salido a dar una vuelta por Nogoyá para sentir el olor de los tilos y de los jacarandás. Yo sabía que no podía dar ni un paso, pero no quería arruinarle el paseo que se había imaginado. Yo pensaba: “si está convencido, pobre, que lo disfrute”.
La última vez que me contaba su paseo nocturno, justo cuando me detallaba cómo se había trepado a un árbol para robarle unas naranjas a la vecina, se miró la mano que parecía un muñón, miró a la enfermera cómo le sacaba la chata y entonces lo vi en sus ojos, esa mirada triste, dándose cuenta de todo; se miraba las piernas que ya no le servían para nada y después se quedó mudo, mirándome un rato largo, muy largo. Mirándome en silencio y no sé cómo explicarte todo lo que nos dijimos sin abrir la boca, sólo de mirarnos ese rato, hasta que la enfermera se fue. Y ahí fue que me pregunto “Cómo están las nenas”.
- Están bien –repitió él.
Creo que me lo dijo a mí, pero no estoy seguro, me parece que se lo dijo a él mismo, o a nadie. Después no dijo más nada, pero nada de verdad, porque a las tres y media de la mañana estaba sonando el teléfono. Me avisaban que había muerto
- En un par de horas se lo llevan del geriátrico, si querés verlo tenés que apurarte.
Yo no sabía qué hacer y me quedé callado, como un tonto, con el tubo pegado a la oreja
- Lo mejor va a ser que vengas, para despedirte –me dijeron. Te imaginás que me vestí con lo que tenía a mano, salí a la calle y tomé un taxi a Villa del Parque.
Hacía como cuatro años que había tenido ese accidente cardiovascular o cerebro vascular, o algo así, que lo dejó hemipléjico. Él estaba en Moscú. No sé cómo hizo, vos dirás que no puede ser, pero te juro que el tipo disimuló y recién empezó a deteriorarse cuando bajó del avión en Buenos Aires.
Tenía la cara toda torcida y después de unos meses ya no podía casi manejar una de sus manos, creo que era la izquierda, tenía los dedos contraídos y el brazo también, se babeaba. Pero lo que más le molestaba era que no podía caminar, que no podía ir a las marchas.
- Van a creer que no voy por disidencias, o porque soy flojo –decía- después van a comentar, siempre hay alguno que está esperando la oportunidad.
Yo iba todos los días después de trabajar, le masajeaba el brazo y le estiraba los dedos para que no se le atrofiaran los músculos, después lo llevaba a dar una vuelta manzana: Terrada, Juan Agustín García, Nazca, la cortada y volvíamos otra vez por Terrada. Cada paso era la gloria, tardábamos años en dar esa vuelta. Prácticamente lo llevaba colgado de mi brazo. Yo estaba convencido de que con esos cuidados se iba a recuperar, pero no. Qué enfermedad de porquería, viejo, estaba cada vez peor. Ya no podía caminar esa vuelta manzana ni con mi ayuda, el brazo estaba cada vez más duro y cuando le quería ayudar a elongar los dedos le dolía tanto que teníamos que dejar los ejercicios.
Él me esperaba, aunque ahora sé que todo era inútil pero en ese momento no lo sabía. El resto de la familia decía que ya no había vuelta atrás pero yo creía que todos se equivocaban, hasta el médico. El abuelo también tenía confianza, pero ahora que lo pienso mejor (viste como son estas cosas a la distancia, que uno va entendiendo lo que en su momento no veía) me parece que me hacía creer que tenía esperanza sólo para no desilusionarme, para que no me pusiera triste.
– Cuidámelo al Pucho –le decía, cuando nos despedíamos, a mi mujer señalándome- que no le pase nada -Y yo le contestaba:
– Que la boca se te haga a un lado –pero nada más podía reírse con los ojos, o eso me parecía mí.
Yo me iba y a la noche soñaba que me tocaba la puerta, como los domingos a la mañana bien temprano. Pero cuando te digo bien temprano, es bien temprano ¿entendés? tipo siete y media de la mañana; justo el único día de la semana que podíamos dormir un poco más ¿quién podía ser a esa hora un domingo? El abuelo o los evangelistas. Pero en el sueño era el abuelo, con recortes de diarios en la mano, los recortes que se afanaba de los diarios del bar. Todos subrayados y con comentarios al margen. En los bares ya lo conocían, ya sabían que el viejo les recortaba los diarios y los subrayaba, pero no le decían nada. Después, si ibas al bar y el diario estaba todo marcado, ya sabías que él había pasado por ahí.
Bueno, el sueño era más o menos una remake de lo que pasaba antes de la hemiplejia.
Yo abría la puerta y el me decía:
- Salí a dar una vuelta y ya que estaba pasé a saludarte, así tomamos un café y charlamos un rato -
- Pero si vos vivís como a cincuenta cuadras –
- Bueno, nene, a mi me gusta caminar, vos ya me conocés –y entraba, se acomodaba en el sofá del living y me leía los recortes que me había traído.
- ¿Querés otro café? ¡Mozo, tráigame dos cafés, por favor!
Me acuerdo cuando veníamos con él acá, Jonte y Nazca, pero antes, había un kiosco de diarios y revistas con un larguirucho pintado, justo en la entrada del bar y nos sentábamos aquí mismo y él ahí, donde estás vos; me compraba la Patoruzú y se pedía un cortado y para mí un licuado.
Nos poníamos a leer y él sacaba tres lapiceras; roja, negra y azul. Escribía para tal o para cual. Después llenaba la pipa y se ponía a echar humo. Una cuadra antes de llegar a casa (porque yo en esa época vivía con él), la vaciaba en la vereda, golpeando la pipa contra las paredes, después la guardaba en el bolsillo interno de la campera. Siempre llevaba una campera ¿te acordás?, no importaba si hacía calor o frío, no sé, era atérmico, y la camisa abotonada hasta arriba, la mayoría de las veces con una corbata. Yo le desabrochaba el último botón porque me daba calor de verlo pero en cuanto me daba vuelta él se lo volvía a abrochar. Parecía un colectivero, camisa celeste, corbata azul y los zapatos súper-lustrados. Una vez subimos al 124 y el chofer no le quiso cobrar, se creyó que era un colega, viajamos gratis.
Bueno, te contaba de la pipa, la escondía en el bolsillo de adentro de la campera para que la abuela no lo regañara, claro que ella se daba cuenta por el olor y lo retaba, pero él igual no le daba pelota, se hacía el sordo, se iba a una piecita que tenía en la terraza y se ponía a leer o a escuchar la radio.
Cuando se enfermó, yo empecé a pensar en la muerte. Yo pensaba: “Se muere él, después le toca a mi viejo y después ya me toca a mí”, a veces no sé si me resistía a su final para retrasar el mío. No me imaginaba cómo serían todo sin él, así que empecé a prepararme para soportar su ausencia. Invertía horas en pensar distintas situaciones sin que él estuviera, le compuse una canción, escribí algunos poemas espantosos. También me compré un grabador de periodista y nos juntábamos con un horario fijo, para grabar sus anécdotas. Yo le preguntaba como un nene y el me contaba, tenía una memoria increíble para los nombres y las fechas. Lo primero que grabamos fue cómo a los 16 se fue a estudiar a Rusia. Era un secreto así que no le dijo ni a la vieja. Cómo no podía ir directamente allá, fue primero a París donde tenía que encontrarse con un tipo que ni conocía en una estación de trenes. El tipo después lo hizo pasar a Rusia, pero antes llamó a Buenos Aires para decir que estaba bien y que le avisaran a su vieja.
También contó de la primera vez que lo pusieron en cana. Durante el gobierno de Irigoyen, en una celda con un muerto toda la noche, quince años tenía. O cuando cruzó los Andes con Neruda y lo ayudó a escaparse de Chile, no te rías, viejo, que es verdad, en casa tengo un poema que le hizo a mi abuelo: “El ángel del Comité Central”, le puso. Después, en alguna mudanza se me perdieron todos lo casetes.
Esa noche el taxista me dejó en la puerta del geriátrico. Yo entré, una enfermera me estaba esperando. En ese momento tuve el temor y simultáneamente la esperanza de que se lo hubieran llevado. La enfermera me acompañó hasta una habitación, adentro estaba el cuerpo, en una cama y tapado como si estuviera durmiendo.
– No haga mucho ruido que todos duermen, en diez minutos se lo llevan –la miré sin saber qué decir- pasó mientras dormía –agregó.
Le pregunté si alguno de los compañeros del geriátrico querría despedirse de él pero ella me contestó que no iban a decir que había muerto, simplemente que se pasó a otro geriátrico- Se ponen muy mal cuando se muere alguien, como están tan cerca.
Eso me dio escalofríos, ¿te imaginás?, un geriátrico donde nadie ve morir a nadie, simplemente la gente desaparece sin decir ni chau. Es de locos, se piensan que los viejos son tontos. Después de la dictadura desaparecer es peor que la muerte. Pensé en decirle: “por suerte a mí me avisaron”, pero me lo guardé.
Me quedé un rato sentado junto al cuerpo, al lado de la cama. No parecía nada muerto. Flaco como siempre, huesudo, con la piel de las manos con esas manchas que se le hacen a los viejos. Me acordaba de la charla del día anterior “Cómo están las nenas” y yo “Las chicas están bien”, y él “Están bien” y listo. Yo no sé, qué querés que te diga, si vos me lo contás yo voy a pensar que no puede ser, pero ahora me parece que en ese momento el viejo quería saber si las chicas estaban bien para poder morirse tranquilo, porque después de la caída de la U.R.S.S. no quería saber más nada de nada.
Mirá: yo soñaba que él caminaba hasta casa los domingos para venir a visitarme y cuando lo veía al día siguiente él me contaba que durante la noche anterior, mientras todos dormían, se había levantado de la cama y había salido a dar una vuelta por Nogoyá para sentir el olor de los tilos y de los jacarandás. Yo sabía que no podía dar ni un paso, pero no quería arruinarle el paseo que se había imaginado. Yo pensaba: “si está convencido, pobre, que lo disfrute”.
La última vez que me contaba su paseo nocturno, justo cuando me detallaba cómo se había trepado a un árbol para robarle unas naranjas a la vecina, se miró la mano que parecía un muñón, miró a la enfermera cómo le sacaba la chata y entonces lo vi en sus ojos, esa mirada triste, dándose cuenta de todo; se miraba las piernas que ya no le servían para nada y después se quedó mudo, mirándome un rato largo, muy largo. Mirándome en silencio y no sé cómo explicarte todo lo que nos dijimos sin abrir la boca, sólo de mirarnos ese rato, hasta que la enfermera se fue. Y ahí fue que me pregunto “Cómo están las nenas”.
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