domingo, 14 de junio de 2009

CHACO

Parecía una caricatura. “La Hormiga Atómica”, le decíamos a sus espaldas. Cuando lo veíamos venir: “Contra el mal, la hormiga atómica” y ahogábamos la risa. Cabo Fernández era su nombre. En realidad se llamaba Fernández pero estaba ligado de manera indisoluble a su rango. Era de temer, aunque al lado nuestro fuera no mucho más que un enano, claro, no cualquier enano, era el cabo Fernández de la Policía Militar y nosotros éramos sus soldaditos. Mis soldaditos, decía él, como si estuviera hablando de la colección de soldaditos de plomo de su infancia, o “Cuerpo tierra tagarnas, manga de nabos, maricones”. Casi todos le teníamos miedo, a unos metros de ahí estaban presos algunos oficiales y suboficiales de quienes se decía que habían matado a algún “colimba” por abuso de entrenamiento. La mayoría de nosotros hubiéramos pagado por verlo al cabo Fernández entre rejas, pero nadie estaba dispuesto a dar la vida para eso. De modo que cuando nos gritaba cuerpo tierra, era cuerpo tierra, si decía que nos arrastráramos a través de un campo cubierto de cardos, nos arrastrábamos sobre las espinas o la bosta de caballo. Dije que casi todos le teníamos miedo, porque uno de nosotros, Godoy, vivía como en otro planeta, en otra dimensión. Todos corríamos “carrera mar” y el tipo le pedía permiso a una pierna para mover la otra. No había forma de que se apurara, era desesperante verlo hacer todo en cámara lenta. Como nuestro cabo Fernández nos castigaba a todos si él tardaba más de la cuenta, vivíamos castigados.
Godoy había llegado del Chaco, al principio no quería dormir en las cuchetas, cuando se apagaban las luces se tiraba en el piso y pasaba la noche así, tuvimos que enseñarle a mezclar el agua caliente con la fría en las duchas, nunca había visto una. Le decíamos Chaco, era gigante y lento, no habíamos conocido a alguien que igualara su fuerza. Levantaba bultos más pesados de los que hubiéramos podido levantar tres de nosotros. Cuando nos dimos cuenta de eso comenzamos a hacer apuestas contra otros grupos, hacíamos levantamientos de peso y siempre ganábamos, jugábamos cinchadas y el tipo parecía que había echado raíces en la tierra, no había forma de moverlo de ahí. Todos lo festejábamos y lo felicitábamos como a un ídolo y él se sonrojaba como un chico. Eso sí, no lográbamos de hacerlo ganar una carrera.
Era patético ver a nuestro cabo saltar alrededor de Chaco como si fuera una pulga tratando de abordar a un mastodonte. Chaco lo miraba a los ojos mientras el cabo le gritaba saltando frente a él. Lo miraba desde el centro del blanco rojizo de sus ojos. Siempre estaban rojos como si hubiera dormido mal y en el centro, sus pupilas inexpresivas daban miedo, por lo frías y porque detrás de ellas no podía adivinarse ningún pensamiento. No digo que no los tuviera, era más bien como un escudo construido generación tras generación, para resguardar lo más profundo de sus emociones. Eso era lo que daba más temor, esa cosa inescrutable de su expresión.

Muchas veces me tocó compartir con él las guardias nocturnas. Chaco era descendiente de mocovíes y había vivido en medio de la selva chaqueña hasta que lo fueron a buscar para el servicio militar. No sé cómo lo encontraron. Se decía que sus padres se habían conocido en un leprosario donde también murieron. Había nacido allí pero para que no se contagiara lo mandaron a “Mi esperanza”, una colonia infantil en Buenos Aires donde estuvo poco tiempo. La hermana de su madre lo reclamó y se lo llevó al monte chaqueño para cobrar el “peculio” que le daban a los damnificados de la lepra, pero unos años después los médicos lo declararon libre de esa enfermedad que en realidad nunca había tenido. Después de eso se quedaron sin nada así que decidieron internarse más aún en la selva. Allí sobrevivió cazando tapires y quirquinchos.

La última semana de entrenamiento en Campo de Mayo el Cabo Fernández nos había estado “bailando” todo el día y lo mismo había hecho el día anterior. Ese domingo nos despertó a las dos de la mañana en medio de la lluvia y lo volvió a hacer a las cinco de la mañana. Todavía seguía lloviendo, pero estábamos tan mojados que ya no había diferencia. “Arriba, manga de maricones”. Estábamos agotados. Chaco también. Ni bien salió de la carpa se paró frente a la puerta y ni pestañó. “Qué le pasa, soldado, ¿está cansado? Cuerpo tierra, dije ¿Usted es sordo? le di una orden. Obedezca” Se puso como loco pero Chaco siguió firme como una estatua, así que nos hizo correr y arrastrarnos como veinte minutos, en el barro “van a seguir bailando hasta que este infeliz empiece a moverse”. Chaco seguía inmóvil con el agua de la lluvia chorreando de la nariz y las orejas, mirando a la nada. El cabo le gritaba cada vez más furioso y le pegaba en las piernas para que se doblara pero Chaco era un gigante inmutable. En medio de la tormenta nocturna el Cabo se plantó frente a él, gritándole impotente, sintiendo cómo su autoridad se debilitaba ante la indiferencia de Chaco.
El cabo Fernández se desgañitaba descargando su furia sobre el soldado, casi pegado a sus oídos y cuando parecía que todo terminaría y algunos ya nos imaginábamos al chaqueño en el calabozo, vimos levantarse un brazo grueso como una pierna, el cabo también lo vio, la mirada insondable seguía en el vacío, como si no estuviese ahí, como si ese brazo tuviese un voluntad propia. El cabo vio avanzar la mano gigante hacia él, lenta. Podría haber dado tres vueltas alrededor de Godoy antes de que lo tocara, pero iba a tener que mostrar su temor frente a la tropa y esa sería su derrota; así la mano lo alcanzó, apretó el cuello del cabo Fernández y levantándolo del piso lo puso a la altura de su cara, lo acercó hasta que las puntas de sus narices se chocaron. “No me gusta que me griten” dijo con una voz tranquila. No era una amenaza, “No me gusta que me griten”, dijo, como si hablara solo, como si estuviera hablando consigo mismo, explicándose a sí mismo lo que le estaba molestando, era una frase informativa. El cabo no podía decir nada con esa manota cerrándole el cogote. Tirando patadas contra el Chaco Godoy que parecía no enterarse, golpeando cada vez con menos fuerza, se sacudía en el aire como una marioneta, como un muñeco de trapo, y empezó a ponerse azul. Estábamos en el barro, tirados sin creer lo que estábamos viendo. Tres de nosotros le gritamos a Chaco que lo soltara, más por temor a la represalia que por temor a que algo le pasara al cabo. Nos colgamos de su brazo para que lo bajara pero Godoy era un árbol. Me trepé hasta su cara y se la agarré entre mis manos enfocándolo hacia mí “soltalo, Chaco, dale macho, soltalo que lo vas a matar” y en ese momento tuve la impresión fugaz de que me miró.
Al cabo Fernández lo llevamos entre varios a la enfermería, estaba desarticulado. Al rato fueron a buscar al chaqueño. No a la fuerza, el teniente mandó un par de soldados, “se lo dicen amablemente, no quiero ver a nadie más en la enfermería hoy”. Se lo pidieron por favor y él fue como un elefante manso.

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