En estos últimos años renuncié al
mar. Sus playas superpobladas, el sol impiadoso y las noches con obligaciones
consumistas me expulsaron de la costa. Ahora suelo ir a una pequeña casa en la sierra, que está emplazada en medio de un abarrotamiento de árboles, aloes, y
diversas plantas al que llamo, cariñosamente, bosquecito. El pequeño bosque
acompaña mi estado de ánimo de manera empática. Cuando estoy cansado, el viento
pasea entre su ramaje pesadamente y los pájaros emiten sonidos quejumbrosos,
cuando estoy más alegre, en cambio, la brisa corre fresca y los pájaros cambian
su repertorio por cantos aflautados y breves carcajadas.
Hoy amanecí pensando en el mar. Si algo
extraño es su sonido. Ese bramido creciente y decreciente de la espuma
golpeando sobre la arena y las rocas. Ese murmullo que paulatinamente se hace
majestuoso para luego casi desaparecer.
El bosque intuye, los pájaros
callan y las hojas permanecen estáticas en sus tallos. El bosque nunca conocerá
el mar, sus raíces lo mantienen preso de la montaña y el mar nunca llegará a la
cumbre. Pero el bosque sabe, alguna vez emergió de ese fondo salado y luego el
agua no dejó de ir y venir del mar al río y del río al mar. El bosque sabe
porque guarda el recuerdo en la memoria del agua.
El viento se oye a lo lejos, es un
murmullo vegetal, cierro los ojos, se acerca de una copa a otra haciéndose gigante cuando
llega sobre mí desde el oeste y luego sigue alejándose hacia el este y vuelve a
hacerse pequeño hasta desaparecer en la lejanía. Es el sonido del mar en su versión
estereofónica.
Abro los ojos y digo gracias,
entonces los pájaros cantan otra vez orgullosos como flautas.
1 comentario:
Podrías regar el bosque con agua salada a ver qué pasa. Puede ocurrir que los pájaros se transformen en gaviotas.
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