Todos los días, apenas nace la manzana, Javier y su perro salen a dar una vuelta al sol. Su perro siempre para en una flor porque le encanta oler las esquinas que hay en ella y Javier que conoce la vocación poética de su perro no dice nada y lo espera mientras lo mira con ternura.
Por la noche cuando los árboles, desde el cielo iluminan las copas de la luna, Javier y su perro vuelven a salir. Javier siempre se recuesta sobre una luciérnaga para ver como el césped de la plaza enciende y apaga sus lucecitas nocturnas. El perro, que conoce las inclinaciones románticas de Javier, no dice nada y espera mientras lo mira con ternura.
Los fines de semana los dos juntos se van a caminar por las nubes y se la pasan todo el tiempo sentados sobre las olas, oyendo el sonido rugiente de la arena contra los acantilados y viendo a través de sus gaviotas el ir y venir de los binoculares.
Cuando comienza a refrescar, los muelles se llenan de horizontes y los últimos destellos desaparecen detrás de los pescadores, Javier ladra y salta alrededor de su perro, moviendo la cola alegremente y el perro, siempre dispuesto a hacer feliz a su buen compañero dice “bueno, vamos a casa”. Uno junto al otro vuelven y se meten en un plato de sopa donde saben que los espera una rica casa.