No había nada que hacer contra la lluvia, ni siquiera el
techo de la habitación lograba protegerlos completamente. Un grupo de baldes y
latas repiqueteaban alrededor de la cama. La luna había sido propicia antes de
ayer pero no esta noche y Carmen estaba naciendo hoy a pesar de la mala luna.
Mala señal, pensó la partera que sabía largamente sobre este asunto. No había
quien hubiera nacido sin su asistencia en el pueblo. Todos la conocían como
doña Isabel. Mala señal, repitió la que sería madre de Carmen con resignación y
agotada por el trabajo de parto. Isabel con destreza movió los dedos dentro de
la madre al tiempo que empujó a la niña desde encima del vientre de su madre.
Con todo su peso la empujó, la colocó en posición, giró su cabeza y completó la
salida de Carmen. Tres vueltas de cordón giraban alrededor del cuello, “¿Está…”
Doña Isabel no contestaba, ocupada en hacer respirar a la niña que ahora estaba
afuera de su madre. Perdió la cuenta de las palmadas “¿Está…” Doña Isabel le
abrió la boca y sopló con suavidad dentro de sus pulmones no natos, el pequeño
pecho se hinchó y el cuerpo ya violeta comenzó a sonrosarse a medida que
lloraba. A medida que lloraba nacía y respiraba estremecida. Su madre también lloró,
no imaginaba que Carmen le sacaría el sueño hasta el límite de la desesperación.
No dormiría ni dejaría dormir. Al cabo de un tiempo su padre los
abandonó buscando tranquilidad en otra cama, en otra casa, en otro pueblo. Doña
Isabel dijo que debería haber respirado antes, “y eso, justamente, le ha
quitado el sueño, mi santa, y ahora no se quiere dormir.” Las mujeres de la
casa se turnaban a disgusto para cuidar al bebé, hasta que pudo deambular sin
hacerse daño, entonces el resto podía dormir mientras Carmen se las apañaba.
Los breves momentos en los que la niña dormía fueron breves paraísos que
llegaban de manera imprevista y desordenada.
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