Antonio fumaba una pipa en el umbral de su casa. No tenía ninguna ilusión
de que ella volviera pero se había propuesto esperar un año más y sería un año.
Esperaba bajo el dintel gastado de madera. Sentada sobre la valija, Eugenia lo
miraba, delgada y alta para sus seis años de edad, pelo largo y negro como sus
ojos.
Su madre se había ido demasiado
pronto, dejándolos solos. Desapareció del pueblo sin dejar ningún rastro,
ninguna huella. Nadie en el pueblo parecía saber nada sobre su paradero. Sus
padres no tenían idea de dónde podría estar e incluso alguno de ellos vivió con
alivio el hecho de que se marchara finalmente, aunque no se animaban a decirlo.
La hipótesis de que le hubiera pasado algo fue desechada inmediatamente, la
mayoría coincidía en que se había ido por su propia voluntad, o mejor dicho,
llevada por las narices por su cuerpo inquieto. Incluso algunos dijeron que era
algo esperable, lo que no era esperable era justamente que permaneciera tanto
tiempo en un mismo lugar junto al mismo hombre.
Antonio miró su reloj otra vez, no por impaciencia, tampoco fue el gesto
de quien le da una última oportunidad al que se está esperando sino, más bien, un
automatismo adquirido de los tiempos en los que aún la esperaba. Esta vez
miraba la hora como un pasajero que, sentado en el tren, espera la partida del
mismo, con la ansiedad de alejarse ya del andén.
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