Las flores amarillas comenzaban a abrirse, diseminadas en breves
grupos, alrededor de la casa de la montaña, cuando la figura del visitante que
se fuera achicando detrás de las ondulaciones del terreno en los últimos días
del invierno anterior apareció en el mismo lugar en el que había desaparecido.
Cuando Estrella reconoció los movimientos, el andar de su figura acercándose y
levantando los brazos para saludar desde lejos, su corazón comenzó a galopar en
su pecho aceleradamente, entró corriendo a la casa para avisarle al abuelo.
Salieron los dos a la puerta para recibirlo. El estaba caminando los últimos
ciento cincuenta metros que lo separaban de la casa, arrastraba un trineo
cubierto con una manta. Saludó a Antonio y a su nieta. Estrella miraba con
intriga el bulto que descansaba sobre el trineo y caminaba en torno a éste
mientras los dos adultos hablaban.
-
¿Qué milagro lo trajo de
vuelta- Preguntó Antonio.
-
Ningún milagro. Fue una
tormenta.
-
Pero de qué tormenta me habla,
hombre, hace días que no hay una nube entre estas montañas.
-
Pero abajo hay tormenta, tuve
que salir corriendo con algunas de mis cosas. Lo que alcancé a acomodar aquí.-
dijo señalando el trineo.
Antonio miró a Estrella que seguía dándole vueltas al vehículo, pero
no agregó más nada. El visitante parecía haber dicho esto último para sí mismo.
Pasó adentro de la casa como si fuera la suya y Antonio le cedió el paso como
si lo fuera. Se sentó en el borde del catre mientras se quitaba las botas. Luego
se durmió. Estrella esperó sentada pacientemente. Recién cuando anocheció éste se reincorporó. Volvió a
sentarse en el borde de la cama y miró a su alrededor con extrañeza hasta que
su cabeza pareció aclararse.
Era una noche particularmente ventosa.
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