La puerta sonó en medio de la tormenta de nieve, otra
vez. Nieta y abuelo, detuvieron sus labores, sorprendidos por los
golpes. Esta no era la primera vez que alguien tocaba a la puerta en invierno,
pero Antonio seguía opinando que era una verdadera locura, una aventura
equivalente al suicidio, internarse con esos días por esas montañas. “Sólo un
imbécil inconsciente o un montañés
experto andaría dejando sus huellas efímeras en medio de semejante tempestad,
corriendo el riesgo de desaparecer tal como sus huellas, detrás de sus pasos”.
Pero en este caso no se trataba de un imbécil inconsciente ni de un montañés
experto. A esta altura Antonio ya no bebía como antes y no se movía torpemente,
sin embargo la edad y sus achaques lo habían puesto lento y así, lento, se
encaminó a la puerta y sin preguntar nada abrió. El hombre se sacudió la
nieve y agradeció mientras golpeaba sus pies entumecidos contra el piso,
necesitaré quedarme hasta que la tormenta pase, dijo dirigiéndose al viejo.
El visitante se quedó más tiempo que el
que duró la tormenta, colaboraba con los quehaceres de la casa, reparó las
bisagras y ajustó algunas de las tablas del techo que estaban flojas. Antonio
aceptó la ayuda.
Por las noches, junto al brasero y a la luz tenue de una lámpara de
aceite, a veces luego de una jornada de arduo trabajo y otras veces al culminar
un día improductivo, le contaba a
la niña historias de lugares lejanos. Cada noche antes de irse a dormir ella escuchaba una nueva historia para
luego soñar con ella. Así como el abuelo le diera de comer día tras día, cada
día desde que tenía memoria; el visitante le daba de soñar contándole esas
historias. Volaba en sus
sueños por esos paisajes que su cabeza construía con el material de las
palabras del narrador. El tiempo iba a
pasar en la vida de Estrella y no lograría ya más, diferenciar en sus sueños los
elementos fantásticos de los reales que comenzaron a poblar sus ilusiones
nocturnas.
– Nunca
me dijo su nombre- dijo el abuelo, dejando la pregunta implícita,
flotando a la espera de una respuesta.
- No necesita saberlo, es mejor así. Puede llamarme como quiera.-
fue la respuesta
-¿Nadie lo espera allá abajo?- preguntó Antonio mientras partían
leña y la acomodaban a un costado de la estufa, y en el mismo momento de
expresar la pregunta se dio cuenta que había sonado como una expulsión. Estuvo
a punto de formular nuevamente la pregunta o aclarar que no es que quisiera que
se marchara, pero el visitante no le dio tiempo.
- No, no hay nadie que me esté esperando. De todos modos, pronto me
iré.- contestó
- No me malinterprete, no le estoy pidiendo que se valla.- dijo
Antonio.
- Entiendo, pero no se preocupe, lo estuve pensando bastante
últimamente. Puede que las cosas estén más tranquilas ahora que pasó el tiempo.
Bajaré para ver como anda todo. Puede ser que vuelva más adelante…
- Aquí Estrella lo va a extrañar, se está acostumbrando a su
compañía y sus historias.
- Le digo que volveré en un tiempo, yo hablaré con ella, seguro que
entenderá.
Antonio no volvió a preguntar más nada y aceptó el anonimato del
extraño, de hecho a él mismo solían molestarle demasiadas preguntas,
acostumbrado como estaba a la escasez de palabras.
Terminaron de acomodar la leña. Una semana después el visitante se
despidió y partió cuesta abajo.
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