martes, 28 de mayo de 2013

LA MONTAÑA Y EL RÍO (parte 15)


 Antonio, ya sin recurso para hacer algo a favor de Eugenia, cargó su cuerpo flaco y liviano en el trineo que comúnmente utilizaba para transportar los animales que cazaba y algunas pieles, a su lado puso a Estrella que pesaba casi lo mismo que su madre. Bajó con ellas al pueblo en busca de un médico.
El doctor los recibió y la tuvo en observación durante dos días sin poder hacer nada por ella. Por momentos todo parecía mejorar pero la ilusión duraba poco. En la puerta del consultorio que funcionaba como una pequeña sala de hospital, él yacía exhausto, dormido en una silla. Finalmente le dijo que no podía hacer nada al respecto, pero como una última opción a favor de la esperanza, le habló de un médico que estaba trabajando con síntomas parecidos. El mismo estaría en Madrid. Se trataba del doctor Carlos María Cortezo. Un médico prestigioso que dedicaba su tiempo a la investigación siguiendo los pasos de un eminente francés llamado Luis Pasteur.
Encontraron quien cuide a Estrella y luego se dirigió hacia la capital con Eugenia, quien se debatía en los límites de la muerte ardiendo como el mismísimo infierno.
El seis de marzo llegó por la mañana con una nota del doctor del pueblo en la que recomendaba la atención del Dr. Cortezo. Madrid se agitaba ante la visita de un científico Nobel, Albert Einstein, toda la comunidad científica no atendía otra cosa. La prensa iba de aquí para allá, siguiendo los pasos del científico alemán. En este contexto le informaron a Antonio que la persona que buscaba se hallaba dando una conferencia sobre la biografía de un tal Dr. Simarro y lo atendería cuando termine. No encontró a nadie dispuesto a concederle la atención que necesitaba, no era el momento indicado y en la espera de que lo fuera Eugenia no resistió. Llegó al final de sus fuerzas minutos antes que el doctor pudiera examinarla. El rostro incandescente de la fiebre cedió su lugar a la palidez de la muerte, de modo que Antonio tomó el cuerpo, ahora sin vida, de su hija y partió sin haber visto jamás al esperado médico.
Como una maldición, un castigo signado por el abandono. Su vida simplemente era un entramado de soledades. De cualquier manera se sometía a su suerte como un designio inapelable. Sencillamente las cosas eran así. Cuando se disfruta se disfruta y cuando hay que sufrir se sufre. Los miedos que rondaron su corazón mortificándolo con la agonía de su hija, habían desaparecido con su muerte. Hizo un pozo en el que encendió fuego al que había sido el cuerpo de Eugenia tal como había hecho con el ganado enfermo, “para evitar el contagio, la propagación de la muerte. El fuego mata a la muerte misma.” Mientras ardía, preparó una queimada ante la mirada atenta de Estrella, que ya había visto a su abuelo y a su madre realizarla juntos, y se despidió
“Mouchos, coruxas, sapos e bruxas. Demos, trasnos e dianhos, espritos das nevoadas veigas. Corvos, pintigas e meigas, feitizos das mencinheiras. Pobres canhotas furadas, fogar dos vermes e alimanhas. Lume das Santas Companhas, mal de ollo, negros meigallos, cheiro dos mortos, tronos e raios. “, recitó mientras preparaba, frente al fuego en el que el cuerpo de Eugenia ardía, la queimada que fuera el único rito que compartían con emoción. “Con este fol levantarei as chamas deste lume que asemella ao do inferno, e fuxiran as bruxas acabalo das sas escobas, indose bañar na praia das areas gordas. Forzas do ar, terra, mar e lume, a vos fago esta chamada: si e verdade que tendes mais poder que a humana xente, eiqui e agora, facede cos espritos dos amigos que estan fora, participen con nos desta queimada.”. Bebió un tazón y echó el resto junto con vasija y todo al fuego, su mano se quedó congelada en ese gesto. Se quedó mirando el fuego, inmóvil como un perfil estático, dibujado sobre la luz del fuego en ese paisaje y con el reflejo de la fogata en las pupilas, hasta después que el sol se apagó. Cubrió con tierra las cenizas y se metió en la casa. El frío bajaba por las laderas de la montaña en forma de rocío y Antonio se metió en la cabaña con Estrella en sus brazos.
En el pequeño valle, enmarcado por sus muros montañosos, anocheció y amaneció innumerables veces y la vida en ese lugar aislado aconteció mes tras mes sin hacer c
aso de los avatares y sucesos del mundo que detrás de las paredes rocosas continuaba su marcha.
La tensión crecía en Europa y la sociedad rebullía en sus propios antagonismos, pero la vida en el valle parecía inmune e inalterable en la sucesión de avatares que la naturaleza deparaba. Antonio pudo rearmar el rebaño aunque no llegó a ser lo numeroso que había sido. No contaba con las mismas energías que antes y decidió mantener exclusivamente un grupo chico de animales, que alcanzaban para las necesidades y los requerimientos básicos para subsistir sin mayores aprietos.

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