Antonio, ya sin recurso para hacer algo a favor de Eugenia, cargó su
cuerpo flaco y liviano en el trineo que comúnmente utilizaba para
transportar los animales que cazaba y algunas pieles, a su lado puso
a Estrella que pesaba casi lo mismo que su madre. Bajó con ellas al pueblo en busca de
un médico.
El doctor los recibió y la tuvo en observación durante dos días
sin poder hacer nada por ella. Por momentos todo parecía mejorar
pero la ilusión duraba poco. En la puerta del consultorio que
funcionaba como una pequeña sala de hospital, él yacía exhausto,
dormido en una silla. Finalmente le dijo que no podía hacer nada al
respecto, pero como una última opción a favor de la esperanza, le
habló de un médico que estaba trabajando con síntomas parecidos.
El mismo estaría en Madrid. Se trataba del doctor Carlos María
Cortezo. Un médico prestigioso que dedicaba su tiempo a la
investigación siguiendo los pasos de un eminente francés llamado
Luis Pasteur.
Encontraron quien cuide a Estrella y luego se dirigió hacia la
capital con Eugenia, quien se debatía en los límites de la muerte
ardiendo como el mismísimo infierno.
El seis de marzo llegó por la mañana con una nota del doctor del
pueblo en la que recomendaba la atención del Dr. Cortezo. Madrid se
agitaba ante la visita de un científico Nobel, Albert Einstein, toda
la comunidad científica no atendía otra cosa. La prensa iba de aquí para
allá, siguiendo los pasos del científico alemán. En este contexto
le informaron a Antonio que la persona que buscaba se hallaba dando
una conferencia sobre la biografía de un tal Dr. Simarro y lo
atendería cuando termine. No encontró a nadie dispuesto a
concederle la atención que necesitaba, no era el momento indicado y
en la espera de que lo fuera Eugenia no resistió. Llegó al
final de sus fuerzas minutos antes que el doctor pudiera examinarla.
El rostro incandescente de la fiebre cedió su lugar a la palidez de
la muerte, de modo que Antonio tomó el cuerpo, ahora sin vida, de su hija y
partió sin haber visto jamás al esperado médico.
Como una maldición, un
castigo signado por el abandono. Su vida simplemente era un
entramado de soledades. De cualquier manera se sometía a su suerte
como un designio inapelable. Sencillamente las cosas eran así. Cuando se disfruta
se disfruta y cuando hay que sufrir se sufre. Los miedos que
rondaron su corazón mortificándolo con la agonía de su hija,
habían desaparecido con su muerte. Hizo un pozo en el que encendió
fuego al que había sido el cuerpo de Eugenia tal como había hecho
con el ganado enfermo, “para evitar el contagio, la propagación de
la muerte. El fuego mata a la muerte misma.” Mientras ardía,
preparó una queimada ante la mirada atenta de Estrella, que ya había
visto a su abuelo y a su madre realizarla juntos, y se despidió
“Mouchos, coruxas,
sapos e bruxas. Demos, trasnos e dianhos, espritos das nevoadas
veigas. Corvos, pintigas e meigas, feitizos das mencinheiras. Pobres
canhotas furadas, fogar dos vermes e alimanhas. Lume das Santas
Companhas, mal de ollo, negros meigallos, cheiro dos mortos, tronos e
raios. “, recitó mientras preparaba, frente al fuego en el que el
cuerpo de Eugenia ardía, la queimada que fuera el único rito
que compartían con emoción. “Con este fol levantarei as chamas
deste lume que asemella ao do inferno, e fuxiran as bruxas acabalo
das sas escobas, indose bañar na praia das areas gordas. Forzas do
ar, terra, mar e lume, a vos fago esta chamada: si e verdade que
tendes mais poder que a humana xente, eiqui e agora, facede cos
espritos dos amigos que estan fora, participen con nos desta
queimada.”. Bebió un tazón y echó el resto junto con vasija y
todo al fuego, su mano se quedó congelada en ese gesto. Se quedó mirando el fuego,
inmóvil como un perfil estático, dibujado sobre la luz del fuego en
ese paisaje y con el reflejo de la fogata en las pupilas, hasta
después que el sol se apagó. Cubrió con tierra las cenizas y se
metió en la casa. El frío bajaba por las laderas de la montaña en
forma de rocío y Antonio se metió en la cabaña con Estrella en sus
brazos.
En el pequeño
valle, enmarcado por sus muros montañosos, anocheció y amaneció
innumerables veces y la vida en ese lugar aislado aconteció mes tras
mes sin hacer c
aso de los avatares y sucesos del mundo que detrás de
las paredes rocosas continuaba su marcha.
La tensión crecía
en Europa y la sociedad rebullía en sus propios antagonismos, pero
la vida en el valle parecía inmune e inalterable en la sucesión de
avatares que la naturaleza deparaba. Antonio pudo rearmar el rebaño
aunque no llegó a ser lo numeroso que había sido. No contaba con
las mismas energías que antes y decidió mantener exclusivamente un
grupo chico de animales, que alcanzaban para las necesidades y los
requerimientos básicos para subsistir sin mayores aprietos.
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