miércoles, 22 de mayo de 2013

LA MONTAÑA Y EL RÍO (parte 12)

 La puerta sonó en medio de una tormenta de nieve. Los dos detuvieron sus labores, sorprendidos por los golpes. Era la primera vez que alguien tocaba a la puerta en invierno, era una verdadera locura, una aventura equivalente al suicidio, internarse con esos días por la montaña. Según Antonio, sólo un imbécil inconsciente o un montañés experto andaría dejando sus huellas efímeras en medio de semejante tempestad, corriendo el riesgo de desaparecer tal como sus huellas, detrás de sus pasos.
Ella reaccionó primero ya que él se ponía lento y torpe con el alcohol. Corrió a abrir la puerta pero se detuvo frente a la misma, dudó un momento que del lado de afuera, en medio de la tormenta, debió ser eterno. Por fin levantó la pesada tranca que aseguraba la entrada y un hombre ingresó precipitadamente, Eugenia cerró la puerta detrás de él, luchando contra el viento helado que batallaba por pasar detrás del visitante. El hombre se sacudió la nieve y agradeció mientras golpeaba sus pies entumecidos contra el piso, necesitaré quedarme hasta que la tormenta pase, dijo dirigiéndose al viejo. Este asintió con la cabeza lentamente y le hizo un gesto a su hija. Eugenia, ayudó al visitante a quitarse las botas y sin levantar la mirada jaló de ellas como lo hacía con su padre. Luego le sirvió una taza de caldo caliente de una olla que pendía cerca del fuego.
El extraño frotó sus manos y luego sus pies, mientras le dedicaba una mirada que estremeció a Eugenia. La repasó de punta a punta. Supo lo que es ser mirada y en ese conocimiento supo que existía, se sintió deseada y linda. Sus movimientos se hicieron más ampulosos en el afán de retener esa mirada. Ella pocas veces trataba de encontrarle explicación a las cosas que sucedían a diario, no había desarrollado “una mente curiosa”, sin embargo ahí estaba ella ahora, tratando de explicarse la extraña sensación que experimentaba su cuerpo recién nacido en esos otros ojos.
La noche llegó y la comida estuvo servida. Todos comieron en silencio alrededor de la mesa. El viejo terminó y se levantó pesadamente para recostarse en su catre de madera. Vestido como estaba durmió su sueño de alcohol. El hombre se acercó a él y lo movió levemente empujándole el hombro pero no se despertó, ni se despertaría hasta el día siguiente. Se acercó al fuego del hogar que crepitaba y desde allí observó sostenidamente a Eugenia. Todo sucedía en un silencio que se apoyaba sobre los ruidos de la tormenta y de la casa que se quejaba atormentada por el viento.
Ella caminó sintiéndose un cervatillo acosada por su cazador, seguramente el cervatillo hubiese huido, en cambio ella sintió el deseo de ser cazada. Caminaba de un lado a otro de la casa ordenando la vajilla. Él se acercó metiendo sus ojos marrones en los de ella, sintió la proximidad de su calor y se le erizó la piel. Miró instintivamente a su padre dormido en el mismo momento en el que una mano fuerte y áspera le subía por entre sus piernas, un brazo rodeaba su cintura, la levantaba en el aire y la colocaba con suavidad sobre la mesa en la que hacía unos minutos habían cenado, se sintió una pluma sin peso. No tuvo que tomar ninguna decisión, sólo dejarse hacer. Sus muslos firmes y dóciles a la vez, se abrieron y él estuvo adentro tierna y placenteramente. Todo había sido silencioso hasta el momento y seguiría siendo silencioso después. Cuando concluyó, él tendió unas pieles en el piso y se acostó sobre ellas. Ella permaneció aturdida durante unos instantes, jadeante aún, con las faldas levantadas a la altura de la cintura y sentada sobre la mesa. Retuvo las últimas sensaciones hasta que despertó de la ensoñación, se acomodó la ropa y fue a recostarse en su cama, que estaba en la pared opuesta. Metió su brazo entre el colchón y el muro, extrajo a Mimuñeca y durmió abrazada a ella mientras su párpados se interponían pesados entre sus ojos y la espalda de aquél visitante que subía y bajaba al compás de su respiración de animal dormido. Su cuerpo de niña hembra, que no había conocido hasta esa noche más caricias que las caricias de sus propias manos, entró abruptamente en la emoción de ser el centro del deseo de otro. Un hombre, a diferencia de los otros que ya habían pasado por allí, se había detenido en ella, en sus ojos y entre sus piernas, había abrazado sostenidamente el cuerpo que ella le ofreció. Ella que había abandonado su niñez ni bien empezaba a transitarla volvió a ser niña en el momento en el que fue mujer.

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