La puerta sonó en medio de una tormenta de nieve. Los dos detuvieron
sus labores, sorprendidos por los golpes. Era la primera vez que
alguien tocaba a la puerta en invierno, era una verdadera locura, una
aventura equivalente al suicidio, internarse con esos días por la
montaña. Según Antonio, sólo un imbécil inconsciente o un
montañés experto andaría dejando sus huellas efímeras en medio de
semejante tempestad, corriendo el riesgo de desaparecer tal como sus
huellas, detrás de sus pasos.
Ella reaccionó primero ya que él se ponía lento y torpe con el
alcohol. Corrió a abrir la puerta pero se detuvo frente a la misma,
dudó un momento que del lado de afuera, en medio de la tormenta,
debió ser eterno. Por fin levantó la pesada tranca que aseguraba la
entrada y un hombre ingresó precipitadamente, Eugenia cerró la
puerta detrás de él, luchando contra el viento helado que batallaba
por pasar detrás del visitante. El hombre se sacudió la nieve y
agradeció mientras golpeaba sus pies entumecidos contra el piso,
necesitaré quedarme hasta que la tormenta pase, dijo dirigiéndose
al viejo. Este asintió con la cabeza lentamente y le hizo un gesto a
su hija. Eugenia, ayudó al visitante a quitarse las botas y sin
levantar la mirada jaló de ellas como lo hacía con su padre. Luego
le sirvió una taza de caldo caliente de una olla que pendía cerca
del fuego.
El extraño frotó sus manos y luego sus pies, mientras le dedicaba
una mirada que estremeció a Eugenia. La repasó de punta a punta.
Supo lo que es ser mirada y en ese conocimiento supo que existía, se
sintió deseada y linda. Sus movimientos se hicieron más ampulosos
en el afán de retener esa mirada. Ella pocas veces trataba de
encontrarle explicación a las cosas que sucedían a diario, no había
desarrollado “una mente curiosa”, sin embargo ahí estaba ella
ahora, tratando de explicarse la extraña sensación que
experimentaba su cuerpo recién nacido en esos otros ojos.
La noche llegó y la comida estuvo servida. Todos comieron en
silencio alrededor de la mesa. El viejo terminó y se levantó
pesadamente para recostarse en su catre de madera. Vestido como
estaba durmió su sueño de alcohol. El hombre se acercó a él y lo
movió levemente empujándole el hombro pero no se despertó, ni se
despertaría hasta el día siguiente. Se acercó al fuego del hogar
que crepitaba y desde allí observó sostenidamente a Eugenia. Todo
sucedía en un silencio que se apoyaba sobre los ruidos de la
tormenta y de la casa que se quejaba atormentada por el viento.
Ella caminó sintiéndose un cervatillo acosada por su cazador,
seguramente el cervatillo hubiese huido, en cambio ella sintió el
deseo de ser cazada. Caminaba de un lado a otro de la casa ordenando
la vajilla. Él se acercó metiendo sus ojos marrones en los de ella,
sintió la proximidad de su calor y se le erizó la piel. Miró
instintivamente a su padre dormido en el mismo momento en el que una
mano fuerte y áspera le subía por entre sus piernas, un brazo
rodeaba su cintura, la levantaba en el aire y la colocaba con
suavidad sobre la mesa en la que hacía unos minutos habían cenado,
se sintió una pluma sin peso. No tuvo que tomar ninguna decisión,
sólo dejarse hacer. Sus muslos firmes y dóciles a la vez, se
abrieron y él estuvo adentro tierna y placenteramente. Todo había
sido silencioso hasta el momento y seguiría siendo silencioso
después. Cuando concluyó, él tendió unas pieles en el piso y se
acostó sobre ellas. Ella permaneció aturdida durante unos
instantes, jadeante aún, con las faldas levantadas a la altura de la
cintura y sentada sobre la mesa. Retuvo las últimas sensaciones
hasta que despertó de la ensoñación, se acomodó la ropa y fue a
recostarse en su cama, que estaba en la pared opuesta. Metió su
brazo entre el colchón y el muro, extrajo a Mimuñeca y durmió
abrazada a ella mientras su párpados se interponían pesados entre
sus ojos y la espalda de aquél visitante que subía y bajaba al
compás de su respiración de animal dormido. Su cuerpo de niña
hembra, que no había conocido hasta esa noche más caricias que las
caricias de sus propias manos, entró abruptamente en la emoción de
ser el centro del deseo de otro. Un hombre, a diferencia de los otros
que ya habían pasado por allí, se había detenido en ella, en sus
ojos y entre sus piernas, había abrazado sostenidamente el cuerpo
que ella le ofreció. Ella que había abandonado su niñez ni bien
empezaba a transitarla volvió a ser niña en el momento en el que
fue mujer.
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