lunes, 20 de mayo de 2013

LA MONTAÑA Y EL RÍO (parte 11)


Cuando el azúcar se consumía y la llama comenzaba a morir, echaban más azúcar que lentamente se convertía en un almíbar denso. La llama se tornaba azul y comenzaba a extinguirse quedando en el fondo unas crostas crocantes de azúcar quemada. Ambos tomaban esa melaza en un tazón de barro y masticaban los restos de azúcar dura. Aunque nunca llegó a comprender el significado de esas palabras (ver parte 10), ella amaba esos momentos, incluso cuando debía beber ese líquido que era como un fuego tibio que le bajaba por la garganta y cuyo fuerte sabor sentía distribuirse por cada parte de su cuerpo. Por lo demás, el alcohol se reducía en los estantes de la casa y lo que en verano era abundancia de licores producidos durante el otoño, hacia el final del invierno se convertía en una lastimosa colección de botellas vacías.
La muchachita sentada sobre su valija de cuero se transformó con el correr de las nieves en una muchacha de dieciséis años que aparentaba bastantes más gracias a sus piernas largas y su espalda desarrollada con el esfuerzo del trabajo doméstico. Tenía una sensualidad salvaje, espontánea y aún inocente. Casi no usaba las palabras, su padre era de pocas, sólo las necesarias para comunicarse con los visitantes y para comerciar en el pueblo ya que entre ellos dos los ojos y las manos eran suficientes para lo que tenían para decirse. La mayor parte de su diálogo se remitía a los quehaceres cotidianos. Habían desarrollado un sistema de comunicación pragmático, útil para la supervivencia.

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