Cuando el azúcar se consumía y la llama
comenzaba a morir, echaban más azúcar que lentamente se convertía
en un almíbar denso. La llama se tornaba azul y comenzaba a
extinguirse quedando en el fondo unas crostas crocantes de azúcar
quemada. Ambos tomaban esa melaza en un tazón de barro y masticaban
los restos de azúcar dura. Aunque nunca llegó a comprender
el significado de esas palabras (ver parte 10), ella amaba esos momentos, incluso
cuando debía beber ese líquido que era como un fuego tibio que le
bajaba por la garganta y cuyo fuerte sabor sentía distribuirse por
cada parte de su cuerpo. Por lo demás,
el alcohol se reducía en los estantes de la casa y lo que en verano
era abundancia de licores producidos durante el otoño, hacia el
final del invierno se convertía en una lastimosa colección
de botellas vacías.
La muchachita sentada sobre su valija de cuero se transformó con el
correr de las nieves en una muchacha de dieciséis años que
aparentaba bastantes más gracias a sus piernas largas y su espalda
desarrollada con el esfuerzo del trabajo doméstico. Tenía una
sensualidad salvaje, espontánea y aún inocente. Casi no usaba las
palabras, su padre era de pocas, sólo las necesarias para
comunicarse con los visitantes y para comerciar en el pueblo ya que
entre ellos dos los ojos y las manos eran suficientes para lo que
tenían para decirse. La mayor parte de su diálogo se remitía a los
quehaceres cotidianos. Habían desarrollado un sistema de
comunicación pragmático, útil para la supervivencia.
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