lunes, 6 de mayo de 2013

LA MONTAÑA Y RÍO (Parte 5)


 Antonio no era un joven que no deseara. No, nada de eso. Él deseaba; tenía sus sueños propios y sus anhelos también. Es probable que no estuviera en él ir detrás de sus sueños o trabajar en pos de sus anhelos, ni elaborar un plan, un proyecto que lo llevara a satisfacer sus deseos. Tal vez tuviera razón en esperar que la casualidad, o cualquiera que sea el nombre de aquello que hace que algunas cosas ocurran y otras no, tome las decisiones en su lugar. Puede ser que Antonio estuviera en lo cierto al pensar que el caos en una de sus infinitas posibilidades, o el capricho de un dios sin voluntad de justicia, pudiera alguna vez hacer realidad sus sueños. En todo caso no creía que a él le correspondiera algo tan complejo como decidir su propio destino. Incluso sus sueños eran soñados sin esperar nada de ellos, como quien desea ganar la lotería pero jamás compra un número. Era un anhelante desesperanzado, pero aún así tuvo su paso por el paraíso, ya que el destino lo quiso así. Como una ráfaga fresca, ella pasó abriendo el aire denso de su cotidianeidad y sus pulmones se inflaron como los de un hombre que sale a la superficie del mar sin saber cuándo volverá a hundirse. Carmen, aquella que en sus orígenes sufrió el haber respirado tardíamente, fue el oxígeno mismo para Antonio
Dos almas opuestas pueden ser, ocasionalmente, complementarias y lo fueron. Ella tenía un espíritu que rápidamente se aburría de sí. Se había resignado a ser lo que se dice una oveja negra. Ella no podía evitar la inaceptación de su entorno. Llegó a prometerse varias veces mantenerse más tranquila y hacer lo que fuera para “encajar”, pero la tormenta que tenía adentro no le permitía cumplir con lo que se proponía. La quietud era peor que la muerte, la quietud era el horror de la inexistencia, el horror de no haber nacido jamás, y quien no nació no muere y "es preferible mil veces morir a quedarse quieto". Pero el movimiento incesante de Carmen era, muchas veces, una acción sin sentido, un ir y venir de aquí para allá, sin objeto, como el de un león en la jaula del zoológico. Esa era la trampa lastimosa de su espíritu. La quietud era la nada y el movimiento era un intento eternamente fallido de llenar con vida un recipiente averiado que pierde todo lo que en él depositan.
Él en cambio, estaba gobernado por un carácter tan quieto que podría decirse inerte, con una inercia calma que lo mantenía en el lugar aunque todo cambiara locamente a su alrededor, como un punto fijo en medio de un terremoto. Tenía una capacidad precaria para adaptarse a los cambios que se producían a su alrededor.

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