Antonio no era un joven que no deseara. No, nada de eso. Él deseaba;
tenía sus sueños propios y sus anhelos también. Es probable que no
estuviera en él ir detrás de sus sueños o trabajar en pos de sus
anhelos, ni elaborar un plan, un proyecto que lo llevara a satisfacer
sus deseos. Tal vez tuviera razón en esperar que la casualidad,
o cualquiera que sea el nombre de aquello que hace que algunas cosas
ocurran y otras no, tome las decisiones en su lugar. Puede ser que
Antonio estuviera en lo cierto al pensar que el caos en una de sus
infinitas posibilidades, o el capricho de un dios sin voluntad de
justicia, pudiera alguna vez hacer realidad sus sueños. En todo caso
no creía que a él le correspondiera algo tan complejo como decidir su propio destino. Incluso sus sueños eran soñados sin
esperar nada de ellos, como quien desea ganar la lotería pero jamás
compra un número. Era un anhelante desesperanzado, pero aún así
tuvo su paso por el paraíso, ya que el destino lo quiso así. Como
una ráfaga fresca, ella pasó abriendo el aire denso de su
cotidianeidad y sus pulmones se inflaron como los de un hombre que
sale a la superficie del mar sin saber cuándo volverá a hundirse. Carmen, aquella que en sus orígenes sufrió el haber
respirado tardíamente, fue el oxígeno mismo para Antonio
Dos almas opuestas pueden ser, ocasionalmente,
complementarias y lo fueron. Ella tenía un espíritu que rápidamente se aburría
de sí. Se había resignado a ser lo que se dice una oveja negra. Ella no
podía evitar la inaceptación de su entorno. Llegó a prometerse varias veces mantenerse más
tranquila y hacer lo que fuera para “encajar”, pero la tormenta
que tenía adentro no le permitía cumplir con lo que se proponía.
La quietud era peor que la muerte, la quietud era el horror de la
inexistencia, el horror de no haber nacido jamás, y quien no nació
no muere y "es preferible mil veces morir a quedarse quieto". Pero
el movimiento incesante de Carmen era, muchas veces, una acción sin
sentido, un ir y venir de aquí para allá, sin objeto, como el de un
león en la jaula del zoológico. Esa era la
trampa lastimosa de su espíritu. La quietud era la nada y el
movimiento era un intento eternamente fallido de llenar con vida un
recipiente averiado que pierde todo lo que en él depositan.
Él en cambio, estaba gobernado por un carácter
tan quieto que podría decirse inerte, con una inercia calma que lo
mantenía en el lugar aunque todo cambiara locamente a su alrededor,
como un punto fijo en medio de un terremoto. Tenía una capacidad
precaria para adaptarse a los cambios que se producían a su
alrededor.
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