Se conocieron en el sentido más bíblico del
término conocer, gracias a los avances impetuosos de ella sobre él. El nunca podría haber hecho algo a favor de su
acercamiento del mismo modo que nada hizo para evitarlo.
Estuvo sobre él, atraída por su cuerpo duro de labrador y se quedó
en él cuando reconoció en ese hombre quieto el ancla y el lazo que
le permitían no seguir a la deriva. Sin embargo luego del nacimiento
de Eugenia, su hija, aquel límite que supo contenerla en su
movimiento incesante se convirtió en un pesado grillete, el brazo
que había sido envolvente y protector, fue un pesado eslabón. Esa
fue la sensación que terminó de precisar esa noche, cuando el brazo
dormido de Antonio sobre ella no le permitía ni siquiera darse
vuelta en la cama. No fue porque él haya cambiado en su forma de
quererla, sino porque ella había vivido con raíces por demasiado
tiempo ya.
Se fue. Los compañeros de Antonio preguntaron qué había pasado con
ella y él contestó: “No se puede andar abrazado a una tormenta”,
así contestó el atormentado sin su tormenta. Probablemente ella
pensaría que no se puede ser tormenta abrazada a un árbol,
ella
era tormenta, y él era árbol.
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