miércoles, 8 de mayo de 2013

LA MONTAÑA Y EL RÍO (Parte 6)


Se conocieron en el sentido más bíblico del término conocer, gracias a los avances impetuosos de ella sobre él. El nunca podría haber hecho algo a favor de su acercamiento del mismo modo que nada hizo para evitarlo.
Estuvo sobre él, atraída por su cuerpo duro de labrador y se quedó en él cuando reconoció en ese hombre quieto el ancla y el lazo que le permitían no seguir a la deriva. Sin embargo luego del nacimiento de Eugenia, su hija, aquel límite que supo contenerla en su movimiento incesante se convirtió en un pesado grillete, el brazo que había sido envolvente y protector, fue un pesado eslabón. Esa fue la sensación que terminó de precisar esa noche, cuando el brazo dormido de Antonio sobre ella no le permitía ni siquiera darse vuelta en la cama. No fue porque él haya cambiado en su forma de quererla, sino porque ella había vivido con raíces por demasiado tiempo ya.
Se fue. Los compañeros de Antonio preguntaron qué había pasado con ella y él contestó: “No se puede andar abrazado a una tormenta”, así contestó el atormentado sin su tormenta. Probablemente ella pensaría que no se puede ser tormenta abrazada a un árbol,
ella era tormenta, y él era árbol.

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