“Un perrito, un perrito. Quiero un perrito”. Repetía apostando inútilmente al agotamiento de mi papá, pero él era incansable y ya había esgrimido ante mí una serie de argumentos inapelables:
- Lo voy a terminar cuidando yo ¿vos lo vas a sacar a pasear? Hay que sacarlo por lo menos dos veces por día, aunque llueva. Hay que darle de comer, llevarlo a vacunar, desparasitarlo, limpiar sus porquerías, bañarlo, cortarle las uñas…
- Yo voy a hacer todo eso – Con cinco años no tenía ni idea de lo que me estaba diciendo, pero no me importaba porque estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario.
De la mano de papá entró una jaula con dos cotorras que no paraban de gritar todo el día hasta que mamá los tapaba con un repasador y entonces hacían silencio. Pero no duraron ni un mes, parece que estaban enfermas y se murieron.
- Los perros duran más –dije orgulloso de haber encontrado un buen argumento.
- Imposible. A nadie le dura lo que no tiene.
Otra vez no entendí pero igual no dije nada. Quién puede seguir discutiendo cuando los argumentos de nuestro contrincante son incompresibles.
Mi mamá intentó con una rata de laboratorio.
-¿Por qué tienen ratas en el laboratorio?
-Porque hacen experimentos.
Yo miraba a esa ratita blanca, que desde una pecera me observaba con sus pequeños ojos rojos y se movía nerviosamente entre virutas de madera. Imaginaba que le inyectaban cosas raras o lo exponían a algún tipo de radiación extraña y verde. De noche podría convertirse en algún bicho monstruoso que me devoraría mientras yo dormía. “Quiero un perrito” pensaba yo otra vez. Pero mamá estaba tan esperanzada con que el regalo me pondría feliz que tuve que disimular y hacer como que lo estaba. No quería desilusionarla así que la abracé y se lo agradecí. Estuve bien, se puso contenta.
La otra tarde agarré a Martita de la punta de su cola y la puse en la jaula que había sido de las cotorras. Puse la jaula sobre la mesa, la pecera era muy pesada. Desde ahí podía hacerme compañía mientras miraba la televisión. Como si fuera a propósito estaban pasando “Beethoven” que es una película sobre un perro San Bernardo que se llamaba como el músico porque los dueños descubrieron que cada vez que escuchaba la novena sinfonía se ponía a ladrar.
“Quiero que me regalen un perro en vez de esta ratita de porquería” pensé mirando a Martita, pero enseguida me arrepentí ¿y si Martita podía ver lo que yo pensaba? Ella me miraba de a ratos mientras mordisqueaba los barrotes de la jaula. Mejor no la miraba más, me parece que los que te leen el pensamiento lo hacen a través de la mirada. Si no la miraba más estaría a salvo.
Antes de que terminara la película llegó mamá del trabajo.
-¿Martita?
-En la jaula, lo puse ahí porque a la pecera no podía ni levantarla y así la tenía cerca de mí y de paso miramos juntos la tele.
-Pero la jaula está vacía.
La jaula estaba vacía y los barrotes cortados mostraban un hueco por el que obviamente había salido. La buscamos por todos lados pero no la encontramos y al final nos dimos por vencidos. Mamá me decía no te preocupes, pero yo lo único que quería es que Martita esté lo más lejos posible.
-Los perros no se escapan- dije –quieren estar con uno todo el tiempo y te siguen a todos lados y pueden ir con vos hasta al colegio y si alguien te quiere lastimar, te defiende.
Esa noche no pude dormir, la venganza de Martita acechaba en la oscuridad de la noche. En el transcurso de la semana el miedo se fue diluyendo, no pasó nada, debe haberse ido a otra casa, o la pisó un auto. Si, lo del auto me parece que es lo mejor. Una vez vi un animal aplastado en la calle, parecía un gato o una paloma “no mires” me decía mamá tapándome los ojos, “me da impresión”
-Entonces tapate los ojos vos.
-No, después no podés dormir y tenemos problemas en la escuela.
Yo pensaba “¿tenemos?, ¿qué esto de tenemos?”. El que tiene problemas en la escuela soy yo. Ella me lleva, me deja y se va y después yo me las tengo que arreglar solo.
El otro día tuve que quedarme sin recreo, sentado al lado de la tonta de la maestra, sólo por estar dibujando en clase en lugar de escuchar lo que ella decía.
-¿Por qué no está escuchando lo que estoy diciendo, alumno?
-Porque es aburrido- pensé. Pero no, parece que no sólo lo pensé, sino que también lo dije. Es que hay veces que pienso tan fuerte que se me salen los pensamientos para afuera. Sin recreo era malo, pero sentado en el piso al lado de la maestra era peor.
- ¿Qué querés, si tiene los padres separados- le comentó a la maestra de gimnasia.
¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Pensé esta vez con cuidado de que se me quedara el pensamiento adentro de la cabeza.
El fin de semana me quedé a dormir en la casa de mis abuelos, mamá trabajaba y papá no sé qué tenía que hacer que no me vino a buscar a la puerta del colegio. Mejor, así la maestra no le pudo contar lo del recreo, se lo contó a la abuela que pone cara de enojo pero a la salida me compra algo en el kiosco y es como si no hubiera pasado nada. Me regaló un vasito rojo de plástico que se hace chatito y se estira como si fuera un telescopio de esos que usan los piratas. Tiene una tapita que se le enrosca para que no se derrame la leche. Me dijo la abuela que es mágico.
En casa nadie cree en dios pero yo sí, me parece. Cuando todos se fueron a dormir me arrodillé al lado de la cama, como en las películas y recé en secreto, con la boca bien adentro del vaso, enseguida le puse la tapa para que no se le saliera el deseo “Quiero un perrito”, después achaté el vaso y lo puse debajo de la almohada y nunca le dije a nadie, solamente a la abuela porque fue la que me regaló el vasito mágico.
Los chicos en el colegio decían que no era nada mágico, pero el fin de semana siguiente, en la casa de la abuela apareció un perro igualito a los de “La noche de las narices frías”. Suerte que le había contado a la abuela lo del deseo, sino no iba a entender de dónde había salido el cachorro.
4 comentarios:
Genial.
Saluditos.
Gracias, saluditos para allí.
Qué bien que, siendo que era igual a los de "La noche de las narices frías", era sólo uno (y no ciento uno...)
Hay que ser medido en lo que se desea
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