Es tarde, la última vez que miré el reloj de la mesita de luz, sus números luminosos decían las dos y diez AM.
No me puedo dormir y miro por la ventana. La casa de Ana está en la vereda de enfrente. A los costados tiene un tilo y un jacarandá cuyas flores cubren la vereda. De tanto en tanto alguien pasa y el mar de flores dibuja una estela a su paso, como los barcos en el agua. Algunas ramas bajas dejan caer las gotas rezagadas de la última lluvia. Ana tampoco puede dormir, la veo ir y venir, su silueta cruza la luz de su ventana en la planta alta.
Cada vez que un auto pasa dejando su huella sonora de asfalto mojado, la luz del frente se enciende y se mantiene así durante un minuto exacto, lo tengo cronometrado, luego se apaga. El insomnio me hace controlar las cosas más absurdas, como los intervalos de la luz automática de Ana, la simetría de los objetos apoyados sobre la ventana, el desplazamiento de la luna sobre el techo de la casa de Ana o es tal vez el afán de control el que no me deja dormir.
Ahora Ana está en su ventana, parece que me está mirando pero no es así, no puede ser. La lámpara de mi habitación está apagada y ya comprobé que desde afuera no se ve nada. Hace unas noches atrás, desde que sufro de insomnio, salí y lo verifiqué desde varios puntos de la vereda de enfrente. Nada, no se ve más que la oscuridad de la habitación, como una cortina espesa.
Ana fuma y lanza el humo fuera de su casa, parece que por eso está en la ventana. "Fumá despacio" le digo sin hablar. Se ve la luz roja de la punta del cigarrillo con cada "pitada" y la cara se ilumina con la brasa. Cuanto más tarde en consumir el cigarrillo más tiempo estará así, enmarcada en la ventana. Tal vez intuya que la miro y por eso fuma parsimoniosamente, como si estuviera posando para una propaganda de tabaco.
La calle desapareció junto con los autos que estaban estacionados. No hay más calle, una franja de espacio vacío separa ahora su vereda de la mía. Da la última "pitada" al cigarrillo, apaga el filtro frotándolo contra la pared, bajo el marco de la vetana, lugo lo arroja. Giro para ver el reloj, dos y veintisiete, fueron nueve minutos para fumar un cigarrillo. Ana se mete y se pierde de vista. La luz sigue encendida. Voy a tomar algo de agua a la heladera. Bajo la escalera, el piso está frío, me gusta porque tengo los pies calientes. El aire también está frío.
Subo con el vaso en la mano, la ventana de Ana sigue encendida y ella está otra vez ahí. El jacarandá y el tilo se desvanecen y la luna ya no está sobre la casa, tampoco las estrellas, sin embargo no está nublado, son las dos y cuarenta y cuatro y tengo el impulso de llamarla por teléfono. Miro el aparato pero no tengo su número. Una vez estuve a punto de pedirle su número de teléfono, esperé a que salga de su casa, la seguí hasta que se detuvo en la verdulería y me puse en la fila, detrás de ella. La fila iba avanzando y se acercaba el turno de ella, mi cabeza buscaba un pretexto, un motivo para hacer contacto. Llegó su turno, yo buscaba en medio de una agitación interna, el valor. Pagó y se fue, me tocaba hacer mi pedido así que compré unos limones y me fuí. Ya son las tres y media. La casa de Ana no está más, pero su ventana sigue abierta. La luz se apaga pero se ve la luminosidad inquieta del televisor. Me pregunto que estará viendo, enciendo mi televisor y paso con el control remoto por todos los canales. Imagino que será una película así que me salteo los canales infantiles, los de deportes, los de noticias y los de cocina. Cada vez hay más canales de cocina, uno chino, otro con una monja cocinando, otro con un italiano, otro con una voz neutra en off...
Paso por todas las películas del cable, las ví todas y las reconozco al segundo así que casi no me detengo en ningún canal. La apago. Debería comprarme unos binoculares, la semana pasada vi unos con visión infrarroja. También vendían un micrófono con una especie de antena parabólica que permitía escuchar a cien metros de distancia lo que hablaban las personas. Creo que tendría que comprarme el equipo completo así no tendría que estar adivinando lo que ve por la tele o el programa que escucha por la radio, incluso podría escuchar lo que habla por teléfono.
Ya son las cuatro y diez, no hay ventana. Sólo se ve la cama de Ana y ella recostada, duerme al resplandor del televisor que quedó prendido. El televisor no está, quedó sin embargo el resplandor. Ana trabaja en una oficina de abogados, creo que es secretaria. No tiene edad suficiente para ser abogada, tal vez estudie derecho. Parece abogada, tiene una forma de vestir que responde al estereotipo: pollera hasta las rodillas, azul; camisa blanca, todo esto ajustado al cuerpo, también podría ser azafata. Los días que sale a trabajar se peina con un rodete tirante y parece que la cara se le estira traccionada por su pelo castaño; tacos altos. Las veces que la seguí hasta el trabajo podría haberlo hecho con los ojos cerrados. El sonido de sus tacos eran como el tintineo del cencerro que le ponen a la vacas para que puedan encontrarla fácilmente cuando se separan de la manada. Una vez vi un documental sobre unos ciegos salían a correr. Adelante iba un entrenador tocando un silvato y ellos podían correr siguiendo el pitido.
Había pájaros cantando, me dí cuenta cuando se callaron. Uno a veces se da cuenta de las cosas cuando no están, como el ruido del motor de una heladera cuando se apaga. Empieza a iluminarse el horizonte, cada vez amanece más temprano, se acerca el verano, no tengo sueño aunque son las cinco de la mañana.
No hay ningún sonido, como si el mundo se hubiera quedado sin ruidos. En frente la cama de Ana sigue flotando en el aire. Los pechos de Ana suben y bajan, escucho su respiración como si tubiera mi oído pegado a su boca. Ahora duerme sobre la nada, la cama no está más. Ya no hay sol y Ana brilla sobre un fondo negro, es una silueta sobre un fondo negro.
1 comentario:
Me encantó. Se pueden seguir las observaciones de este voyeur a la perfección. Me gustan las manías que surgen en ciertos momentos, cuando ya ni hay sueño.
Saludos.
A.
Publicar un comentario