"El que roba a un ladrón tiene cien años de perdón”, pensaba mientras metía dentro de la guitarra un par de borceguíes, una campera, un pantalón y varias remeras verdes. En la oscuridad del depósito de la Policía Militar pensó en lo que podría pasar si lo revisaran cuando saliera del cuartel ese fin de semana. “Se van a dar cuenta, si me preguntan algo se van a dar cuenta. Me van a empezar a gritar y yo no voy a poder mentir. Siempre que miento se me nota” detuvo su movimiento y quedó pétreo en el lugar, dudando, pero después siguió “qué me van a hacer, siempre tienen algún motivo para dejarme sin salida, por lo menos ahora les voy a dar uno de verdad”.
Hacía un mes que no salía de franco, siempre encontraban una razón para que se quedara en el cuartel cuando los demás salían, la última vez el jefe de guardia arrancó una hoja de un cuaderno y la pasó por la cara de Javier, de abajo hacia arriba; se oyó el ruido de la hoja contra los pelos casi inexistentes, “tiene barba, soldado. Va a tener que quedarse adentro este fin de semana”. Por eso se había hecho traer la guitarra y ahora colocaba otra vez las cuerdas que diez minutos antes le había sacado.
Por fin Javier sale por la ventana del depósito, entra en la cuadra, no hay nadie, se fueron y el sonido de sus pasos rebota contra las paredes. Es temprano pero el resto de la tropa ya se fue, él tuvo que quedarse a limpiar los baños. Deja la guitarra dentro de su casillero, entra al baño con una brocha, jabón, toalla, una afeitadora y una hoja de papel. Cubre su cara de espuma y se afeita. Se seca la cara y pasa la el papel sobre la superficie recién rasurada. Vuelve a enjabonarse y se afeita otra vez. Repite la prueba de la hoja y sonríe satisfecho. Ahora guarda sus cosas. Levanta la funda de la guitarra, pesa. Se acomoda el birrete, revisa en el espejo su uniforme de salida, está todo correctamente, ni una mancha, ni una arruga, los borceguíes brillan y su cara brilla como un piso recién encerado.
Con la mano que le queda libre toma el bolso y va hacia la salida. Cruza el patio y llega a la guardia, pide permiso y entra. Javier siente el peso de todo el depósito en la guitarra.
- Deje la guitarra y abra el bolso –dice el cabo mientras toma el mate que le acaba de pasar el soldado de guardia.
Javier apoya el instrumento en el piso, se golpea y se escucha un sonido compacto, transpira.
- ¿Qué lleva adentro, soldado? –dice el suboficial señalando el bolso.
- Lo de siempre, mi cabo.
El cabo revisa el bolso, levanta la vista y se queda mirando a Javier que está firme, tratando de de mantener la calma.
- ¿Está nervioso?
- Hace un mes que no salgo, mi cabo.
- Seguro que se está robando algo –dice mirando al soldado que ceba mate.
Javier teme que le pregunte como siempre si se está robando algo y finalmente la pregunta llega:
- ¿Se está llevando algo que no sea suyo, soldado?
Javier presiente que el suboficial de guardia sabe todo, teme mentir, siente que lo está poniendo a prueba y dice:
- Sí, mi cabo. Guardé adentro de la guitarra un par de borceguíes, una campera, un pantalón y varias remeras verdes.
El cabo se rió y miró al soldado de guardia, que empezó a reírse como si le acabaran de dar la orden de reírse. Javier también rió.
- Bueno, soldado, déjese de “boludeces” y salga nomás.
Javier espera en el semáforo de la avenida Santa Fé. El semáforo cambia a amarillo y Javier se acomoda la guitarra que cuelga sobre uno de sus hombros, aprieta el bolso que cuelga sobre el otro, se prepara para cruzar la calle y se aleja.
1 comentario:
El servicio militar, una buena hitoria, de un momento feo. Todo se puede transformar en arte y no hay cabo que lo pueda impedir. Saludos
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