sábado, 10 de junio de 2017

EL CORCHO

El corcho

"Huston, we have a problem", dije sin miedo a ser escuchada. Ahí, en medio del bullicio festivo, mientras mi hermano trataba de quitar el corcho a la sidra que yo misma había comprado a la mañana. Esperaba la llegada de ese cohete, ese proyectil que debía aterrizar en mi cabeza. ¿Estará bien dicho "aterrizar"? Si fuera en la tierra puede ser. Sé que en la luna se dice alunizar, ¿pero en la cabeza?
¿Por qué será tan difícil descorchar una sidra? Con lo que avanzó la ciencia, ¿no pudieron mejorar el sistema? Mi hermano hacía fuerza y al mismo tiempo trataba de disimular para no pasar por debilucho. "La lucha del hombre contra la botella", dije con sarcasmo.
Yo la había comprado, todos saben que no tomo alcohol ni siquiera en las más descontracturada de las celebraciones. Mirá cómo piensa en los demás, diría mi hermano, no toma nada pero nos paga el vicio.
Siete años de casado cumplía mi hermano. Siete años de vivir con esa mujer insulsa a quien debía sonreír amablemente en cada una de las reuniones familiares. Los mismos siete años desde que estoy en pareja soportando que me refriegue en la cara que en menos de dos meses había logrado casarse con mi hermano mientras yo veía caer las hojas del almanaque, año tras año, sin que pasara nada. Siete años esperando pacientemente a que Daniel me diga las palabras que todas esperamos: ¿te casarías conmigo?
¿Siete, dije? Muchos más si contamos desde el día que empezamos a pensar en casarnos. No importa con quién. De hecho aún no sabía de qué se trataba el sexo pero ya tenía planificada la boda. Cómo sería la torta, cómo el vestido de novia, la música, cómo iría vestida la madrina.
Pero, salvo la de los judíos esperando al mesías, la paciencia tiene un limite. El corcho debe caer sobre mí y el destino estaría sellado.
Mi hermano seguía estrangulando la botella mientras me miraba, cómplice. Yo, del brazo de Daniel, esperaba que el corcho en una parábola precisa terminara en mi cabeza. Dos veces intentó soltarse para ayudar a mi hermano pero no le sería posible desprenderse de mi brazo que lo apretaban como tenazas.
Plop, o algo parecido, hizo la botella al despedirse del corcho. Un segundo después, Daniel cayó desplomado deslizándose de mi brazo como un niño dormido. Un ojo cerrado y donde solía estar el otro, el corcho que un instante atrás se aferraba terco a la botella.

Aunque soy caprichosa, el destino lo es más. Ya no me casaría con ese hombre ¿Quién respetaría a la mujer de un tuerto?

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