viernes, 17 de mayo de 2013

LA MONTAÑA Y EL RÍO (Parte 9)


 En el camino apretaba la muñeca y le hablaba en voz baja, que papá no me escuche sino me la saca otra vez. Eugenia caminaba detrás de él a unos metros de distancia, mientras se alejaban de la casa, subiendo por el camino de tierra que ascendía sinuoso metiéndose dentro de la montaña. Ya había tenido un pleito por Mimuñeca hacía algunas noches. La descubrió hablando con ella y se la quitó. Eugenia lloró casi toda la noche obstinadamente hasta que su padre accedió a restituírsela a cambio de las pocas horas de sueño que quedaban. El silencio volvió a la casa, y ella se durmió con la cabeza de Mimuñeca enredada entre sus manos y la cara húmeda y salada hundida en esa trama de cabellos, lana y dedos ovillados contra la nariz mientras le pedía perdón a su muñeca por la separación, entre sueños suspirados.
Zigzagueando durante todo el día por entre las piedras, ascendiendo, descendiendo y deteniéndose sólo para comer y descansar, acamparon haciendo un alto en el camino. El tercer día de marcha arribaron a una planicie entre montañas por la que pasaba un río breve de deshielo, llegamos, exclamó triunfal, era un pequeño valle aislado y oculto, hermoso con un suelo verde y pequeños grupos de flores blancas y amarillas aquí y allá. Las sombras proyectadas por el sol que se ocultaba, subían por las laderas de las montañas orientales haciendo desaparecer los contrastes de colores y agrisando el paisaje. Antonio se dedicó a la construcción de una cabaña obstinadamente, ocupado desde que el sol murmuraba sus primeros rayos hasta que suspiraba las últimas claridades del día. Día tras día hasta que estuvo terminada, con su techo bien apoyado sobre troncos transversales, los resquicios rellenos con barro y guano. Un hogar que esperaba la llegada de un invierno que arribaría con nieve como cada año.

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