Aquella noche, parecía dormida en su pequeño colchón de lana.
Oculta detrás de sus párpados cerrados escuchaba los murmullos de
la ropa de su madre y adivinaba sus movimientos, la percibía acerca,
sentada en el piso a su lado, percibía el peso de su cuerpo
hundiendo el colchón mientras se inclinaba sobre ella. Ya había
pasado antes y esta vez no era diferente a las anteriores salvo por
el detalle de la muñeca. Su madre lloraba acariciandole la cabeza y
pedía perdón en un susurro. Eugenia no sabía cómo reaccionar ni
qué decir y optaba por fingir que dormía. Sentía el rostro de su
madre pegado a su cabeza diciéndole mi chiquita, mi chiquita y
hundiendo la cara entre sus cabellos mientras que los suyos caían
sobre ella como una caricia. Su madre aspiraba el olor entre ácido
y dulce de su cabeza transpirada, que aún mantenía algo de ese
aroma a bebé que emanaba cuando le daba el pecho. Pedía la
absolución a su hija dormida, la olía profundamente y llenaba sus
pulmones con su perfume, como si llevándose su perfume también se
la llevara a ella. Aproximó la muñeca al cuerpo de Eugenia,
colocándola debajo de su brazo, sacó delicadamente del cuello de la
niña una cadenita con su nombre grabado sobre una chapita de plata,
la colocó en su propio cuello, le dejó un beso sobre los cabellos
a modo de trueque, y se fue en silencio.
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