lunes, 19 de julio de 2010

Con la primera inundación, las cosas se pusieron difíciles pero empezamos de nuevo, como las hormigas. a veces siento que no somos más que eso, bichitos que se mueven de aquí para allá, uno detrás de otro sin remedio.
Yo tenía trece años y mi hermana cinco. Otra vez a armar la casa y listo, “Quién sabe por qué Dios nos pone estas pruebas” decía papá y mamá no decía nada. Ella nunca agregaba nada. No habíamos terminado de arreglar la casa cuando llegó otra inundación, esta fue peor. No quedó ni el terreno y al final mirando al cielo que no dejaba de llover, papá dijo: “Es una señal”. Abandonamos el lugar, fuimos los cuatro a Buenos Aires con lo puesto. "Dejamos el Chaco" decía y mi hermanita cantaba"dajamos el charco, dejamos el charco".
Apenas llegamos, papá consiguió trabajo de mozo en un bar de San Telmo. Al principio vivimos todos en la habitación de una pensión, amontonados sobre dos colchones.Ahorramos las propinas. Pronto papá comenzó a ocuparse de la distribución de las mesas, el servicio y de atender las quejas de los clientes. No pasó mucho tiempo para que pudiera alquilar y así nos metimos en un departamento sobre la calle Gascón.
Todos los domingos íbamos a la iglesia evangelista que está sobre Rivadavia que años atrás había sido un cine.
Una noche tocaron el timbre. Papá conocía al hombre. En la iglesia, sus miradas se habían cruzado muchas veces. Lo sentía a sus espaldas cuando todos cantaban. Dijo: “Soy el hijo de Dios... vengo a traer lo que tanto estabas esperando, hijo”, dijo, entró y se acomodó. Pidió algo para comer y no dijo más nada. A la noche sacó una manta de su bolso, la tendió sobre el piso y se recostó hasta el día siguiente. A la mañana comió algo y salió. Era sábado y estuvimos en casa sin hablar durante todo el día. Las tareas de la casa transcurrían como siempre mientras la manta del hijo de Dios sobre el piso era una promesa de retorno. A medida que pasaban las horas, papá se ponía más nervioso. Sentado a la mesa, miraba alternativamente la manta y la puerta. Llegó la noche, llegó el domingo y él continuaba sentado temeroso de hacer algún mal movimiento, algo que rompiera el milagro. El domingo a la noche volvió a sonar el timbre, era él otra vez. Venía acompañado de una mujer, ella es María, dijo y entraron.
Un año estuvieron viviendo en casa. Un año papá trabajó para darnos de comer a nosotros y a los enviados de Dios. Tomaba todas las horas extras que podía. En casa había que comer y darle de comer al hijo de Dios, a María y a algún que otro apóstol de tanto en tanto. Los domingos ellos tomaban los ahorros que producían las propinas del fin de semana, salían del departamento y a veces no volvían por varios días.
Algunas noches el hijo de Dios se metía en mi cama y sus manos santas recorrían mi cuerpo purificándolo.
Mamá lavaba sus ropas, les servía su alimento, escuchaba las palabras sabias y de consuelo que el hijo de Dios pronunciaba antes y después de comer.
Sus ausencias fueron prolongándose, hasta que ya no volvió. Sus mantas quedaron en el departamento como un tesoro milagroso. Mis padres construyeron un santuario y colocaron en él las pertenencias del hijo de Dios. Era lo más valioso que jamás tuvimos. Todo el dinero ahorrado por papá para mudarnos a un lugar más espacioso había desaparecido, otra señal que papá comprendió perfectamente, dejar los bienes materiales y entregarnos por completo a los bienes espirituales. Por eso ahora escribo esto, sentada en la vereda de la plaza en la que ahora están todas nuestras pertenencias, a un costado de la casa de cartones y chapas que papá armó para que vieviéramos todos juntos: papá, mamá, mi hermanita, yo y el santuario en un la entrada desde donde el hijo de Dios nos hace compañía.

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