miércoles, 9 de septiembre de 2009

Javier y Felipe

En la estación de trenes de Ituzaingó una señora vendía patos, los tenía en una caja, tan apretados que parecían un solo animal, amarillo y con muchas cabecitas inquietas.
Javier le pidió uno al papá, “uno solo, nada más, dale” pero este se negó. “¿Dónde lo vas a poner, necesita agua para nadar?”.
El tren se demoró más de la cuenta y su negativa no soportó la espera así que Felipe hizo su primer viaje en tren a bordo de una caja de zapatos agujereada.
Felipe andaba de aquí para allá por todo el apartamento, graznando desconsoladamente mientras corría por todos lados y sólo se callaba cuando Javier se agachaba junto a él, pero en cuanto se levantaba o se iba, Felipe comenzaba a quejarse nuevamente. Así descubrió Javier aprendió a desplazarse en cuclillas para realizar sus tareas cotidianas, que por suerte eran pocas durante las vacaciones de verano. Felipe lo seguía fielmente. Javier lo alimentaba y le daba de beber.
Por las noches, cuando Javier se iba a dormir, los padres cerraban la puerta de su dormitorio para que Felipe no lo ensuciara, pero el pato, incansable, graznaba sin parar y el niño lloraba solidario desde el otro lado de la puerta. Finalmente los padres de Javier; para poder dormir; terminaron dejando la puerta abierta. Felipe saltaba tratando inútilmente de subir a la cama hasta que Javier lo alzaba y lo apoyaba sobre el cobertor, entonces se acomodaba y volvía a reinar el silencio.
Javier se bañaba con Felipe, que nadaba alegremente dentro de la bañera llena de agua.
Con el tiempo Felipe creció y cambió sus plumas amarillas por las blancas y llegó a ser un pato enorme. Javier ya podía caminar normalmente sin que Felipe se angustiara y comenzó a salir de la casa para ir a lo de sus amigos, llevándolo consigo. Le fabricó una correa de paseo con una soga liviana que encontró en la caja de herramientas de su padre y salían a la calle a pasear ante la mirada risueña de los vecinos. Causaba asombro y ternura verlos caminar, Javier cantando y junto a él Felipe que graznaba y se bamboleaba a cada paso.
Pero el pato es un animal incapaz de domesticar sus hábitos de higiene y fue inútil que la familia pusiera en ello todo el empeño. La casa era un chiquero y los vecinos se quejaban de los olores y los ruidos. Finalmente la mamá de Javier se encargó de poner fin a esa convivencia.
Llevaron a Felipe al zoológico de Buenos Aires y lo donaron. Se despidieron y lo dejaron a las orillas del lago artificial en el que otros patos conviven libremente con peces y diversos animales.
Los lunes, miércoles y viernes a las cinco de la tarde Javier va al zoológico, donde ya todos lo conocen y lo dejan entrar gratis. Él se para en la orilla del lago y grita “Felipe”, de entre la nube de patos se desprende uno a todo nadar y graznando enloquecido, como si se estuviera riendo a carcajadas de alegría, sale del lago y se pone a girar en torno a Javier que siempre le lleva algo de comer.
Los dos caminan por el zoológico hasta que se hace la hora de cerrar, entonces Javier se acuclilla junto a su amigo, le da las últimas galleta, se dicen hasta luego y se van en direcciones opuestas.

2 comentarios:

Anahí Flores dijo...

Recién leí este texto en Oblogo N 20, y me encantó.
Yo quiero tener un pato como Felipe!!!
Saludos,
Anahí

PD: te invito a pasar por mi página:
www.anahiflores.org

Carola dijo...

Es una historia muy linda, me hizo conmover, gracias a la vida... mi infancia transcurrió en contacto con diversos animales y creeme que se crean lazos de mucha solidaridad, amistad y amor.. así como lo que sintieron Felipe y Javier... además hoy que soy grande tengo a mi gato Felipe, que también es un amor.
Gracias por compartir esta historia, si querés podés pasar a visitar mi blog donde hay historias de amistad pero ilustradas! :)